Editorial:
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Otros
más lerdos mandaron regimientos
Nadie
sabe todavía de dónde vinieron. Desaparecieron sin dejar ningún
mensaje o reivindicación. Pero todos comprendimos, incluso los más
refractarios o colonizados por el cine de los efectos especiales, que
el infierno que desencadenaron el 11 de septiembre de 2001 fue algo
más que una metáfora. Se metieron en el salón de nuestra casa, nos
hicieron explotar sus improvisadas armas mortíferas en nuestras
narices y todavía estamos limpiando el polvo de los muebles,
esquivando los cascotes y preguntándonos sobrecogidos por los miles
de desaparecidos. No se han estabilizado aún ni las ruinas, ni los
ánimos. El feroz ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono con
aviones civiles cargados de pasajeros, retransmitido en directo por
las televisiones de todo el planeta, tuvo desde el primer momento
toda la apariencia de un suceso cósmico, de esos destinados a
conmocionar hasta el orden universal de las galaxias. Sin embargo, ni
el humo, ni el polvo, ni la sangre que sabemos que se ha derramado
aunque no nos la hayan mostrado, nos debe hacer perder de vista el
orden de los factores.
La
conmoción hace tiempo que viene produciéndose y la viene padeciendo
4/5 partes de la humanidad. El infierno desatado en Nueva York y
Washington no es más que otro bárbaro episodio de esa conmoción,
desde luego el más espectacular y sangriento de los que nos han
dejado ver en muchas décadas. Suficiente como para que, encima,
tengamos que soportar, además del horror experimentado en vivo y en
directo, la estúpida alianza que se está forjando para meternos el
miedo de la guerra en el cuerpo. No saben contra quién tienen que
tirar, ni exactamente por qué. Pero, por más que se empeñen, por
más que quieran aferrarse a la demagogia instantánea alimentada por
el genuino dolor causado por esta demencial mortandad, el mundo ya no
es como los dirigentes del imperio se lo imaginan. Y la persistencia
en manejarlo como si todo permaneciera igual que hasta hace tan sólo
una docena de años, apunta nítidamente en la dirección de una
decadencia considerable de su propio armazón como única
superpotencia.
Desde
la caída del muro de Berlín, primero, y el imperio soviético,
después, EE UU ha tenido que lidiar con una comunidad internacional
cada vez más compleja e ingobernable. El escenario bipolar de la
guerra fría aseguraba interlocutores, reparto de zonas de
influencia, expoliaciones negociadas y unas reglas de juego pactadas
dentro de los límites de los siempre veleidosos intereses
estratégicos. La información era poder y el poder lo tenía quien
poseía la mejor información. A pesar de lo cual, ninguna de las dos
superpotencias tuvo ni siquiera la intuición de que una de ellas iba
a hacer mutis por el foro en menos tiempo que uno chasquea los dedos,
caída del muro incluida.
A
partir de la desaparición de la URSS, EE UU se quedó como el único
poder imperial en el planeta. Este era un escenario nuevo, pues no
existía una arquitectura madura de contrapoderes que permitiera
interpretar el nuevo escenario. Las zonas de influencia se esfumaron,
así como las referencias negociadoras. Los interlocutores crecían
por doquier, los agravios históricos resucitaban con inusitado
vigor, así como sedimentos culturales y religiosos muy diversos con
los que nunca había sido necesario compartir mesa, no digamos ya
dialogar. Y todos ellos exigían lo mismo que habían venido
exigiendo durante décadas y que el Norte, afectado por un autismo
crónico, se había negado a escuchar: la oportunidad de alcanzar una
vida digna, sin la angustia de la espada de Damocles del hambre
pendiendo sobre sus cabezas, del deterioro medioambiental, del
sojuzgamiento político o del corsé de la dominación tecnológica
de los países industrializados. Es decir, salir del estado de
conmoción que la guerra fría había sacralizado como "el
estado de las cosas".
EE
UU (ni sus aliados), por razones que ahora no viene al caso examinar,
no hizo una lectura inteligente de la nueva situación. Se aferró a
los tics del pasado como si nada nuevo hubiera ocurrido, ni siquiera
a ellos. Pero, lo verdaderamente inexplicable es que el imperio no
fuera capaz de apreciar en todas sus dimensiones el calado del cambio
social que él mismo estaba promoviendo: la popularización de la Red
y la entronización de la información y el conocimiento como los
bienes esenciales de una nueva e incipiente forma de organización
social. Apenas cinco años después de la caída del muro de Berlín,
la población de la Red experimentaba una verdadera explosión
demográfica. Lo que hasta entonces había sido el predominio del
cariz audiovisual de la comunicación, firmemente asido por gobiernos
y corporaciones mediáticas, experimentaba un cambio de proporciones.
El poder duro de la guerra fría comenzó a algodonarse en lo que, en
un editorial del 22/10/96, denominaba "el nacimiento del poder
suave".
Internet
comenzaba a crear y recrear una nueva forma de comunicación, basada
en la participación de sus usuarios, en el intercambio y en el
crecimiento espectacular del volumen de información y conocimiento
distribuidos en la Red. En los últimos 7 años, esta nueva
naturaleza electrónica que nació en 1969, el espacio global por
antonomasia, saltó de menos de 3 millones de usuarios a cerca de 500
millones. Pero su ámbito de influencia es incalculable a partir de
su combinación con las redes audiovisuales y su penetración en el
funcionamiento de las organizaciones. Esta fenomenal expansión
favoreció que una parte de la atención se centrara en una visión
reductiva de las perspectivas económicas que ofrecía la Red. Pero
la vasta mayoría se quedó varada en su principal valor: saber qué
pasaba al otro lado del correo electrónico o la web y negociar sus
pensamientos a partir de esta actividad. La Red está propiciando
nuevas formas de diálogo entre multitudes que no se conocen, o no
tienen por qué conocerse, que comparten el mismo espacio electrónico
(y real), pero cuya única forma de relación fructífera es a través
de la negociación.
En
apenas un decenio, la penetración de estas nuevas relaciones
sociales ha propinado un enorme revolcón a los comportamientos y
percepciones procedentes de la guerra fría. De ésta procede la
forma como se condujo la Guerra del Golfo, un acontecimiento más
propio del artista Christo, empaquetado y con sólo un agujero de
salida: el permitido por la alianza occidental. Conseguir algo así
hoy es muy difícil, por no decir imposible, a pesar de la
turbulencia causada por los acontecimientos del 11 de septiembre y
del aprovechamiento que de ella tratarán de sacar los gobiernos
occidentales en aras de la seguridad. Apenas han transcurrido siete
días desde el trágico derrumbe de las Torres Gemelas y de parte de
la emblemática sede del Ministerio de Defensa de EE UU, y decenas de
miles de norteamericanos han tenido la oportunidad de ventear en la
Red su rabia, su indignación y también sus interrogantes: "¿por
qué nos han hecho esto?" Pregunta peliaguda, porque en otras
circunstancias se habrían encontrado con las respuestas elaboradas
por sus propios dirigentes y por sus propios medios de comunicación
que, como los nuestros, han vuelto a doctorarse en estrategia militar
y no cesan de asfixiarnos con planes trasnochados para lanzar oleadas
de ataques a todo lo que huela a ajeno. En la Red no es tan fácil
establecer esos paisajes en blanco y negro que les son tan queridos.
En la Red también están los otros, quienes forman parte de la
respuesta a muchas preguntas. Y están respondiendo.
Sin
querer jugar a profeta, y sólo con la experiencia que tenemos en la
mano de la evolución de Internet, el gran cambio que se nos viene
encima —y que los feroces ataques a EE UU van a acelerar— es el
del choque de visiones dentro de nuestras propias sociedades. Y no,
como pregona el hoy tan cacareado Samuel Huntington, un choque de
civilizaciones. Visiones confrontadas entre quienes están dispuestos
a mantener un mundo dividido entre la quinta parte de la población
que consume los dos tercios de los recursos del planeta, por una
parte, y quienes consideran que deben construirse alternativas
viables para modificar este 'curso de las cosas'. Este es un cambio
político en todo el sentido del término, de la forma de hacer
política y de los agentes que hacen esa política. Las
manifestaciones de las organizaciones mal denominadas
antiglobalización son tan sólo uno de los síntomas de este cambio.
Junto a la demanda a las autoridades para que propicien las medidas
necesarias para acabar con desigualdades que paralizan y aniquilan a
continentes enteros, están apareciendo nuevas formas de organización
de la sociedad civil a escala planetaria cuya proyección es
imposible de calibrar en estos momentos.
En
otro editorial del 10/09/96, titulado "Ojo, que viene el Sur",
decía que el número de asociaciones y organizaciones que canalizan
acciones y visiones del mundo oprimido "a través de Internet
crece sin cesar y la red canaliza esta voz del Sur hasta el mismísimo
salón de estar de los hogares del Norte. La cuestión es: ¿estaremos
preparados para afrontar semejante tratamiento de choque? ¿seremos
capaces de abrir nuestros sentidos a la explicación ajena de cómo
fabricamos este mundo cada día, de cómo contribuimos con nuestras
pautas de consumo a sostener y agravar las condiciones de vida de
quienes por primera vez nos hablan sin intermediarios que
distorsionen su mensaje?"
Nunca
imaginé, por supuesto, que esta llegada hasta el salón de estar
sería con un aldabonazo tan brutal como el del 11 de septiembre.
Tras el espanto de los primeros momentos (y, hoy día, los primeros
momentos duran muy poco), tras el trago amargo que representa
comprobar a qué extremos de locura estamos llegando en la defensa de
(y oposición a) un status
quo
insostenible, la única opción que nos queda es encontrar las vías
de negociación propias de este mundo globalizado. Hoy, a pesar de
los claroscuros de toda situación compleja, sabemos mucho más sobre
lo que nos pasa, mucho más que en cualquier época anterior. El
demoledor ataque contra EEUU llega cuando en el mundo aflora una
conciencia de que estamos tocando algunos límites sin camino de
retorno, de que los desequilibrios producidos por la riqueza de una
minoría de la población mundial y la pobreza del resto ha
convertido a este planeta en un barril de pólvora y la mecha la
tiene gente o con la suficiente codicia o la suficiente desesperación
como para encenderla.
Se
nos echan encima tiempos en los que unos y otros querrán
chantajearnos con sus respectivas alternativas extremas. Pero no está
escrito en ninguna parte que esa tenga que ser la única dialéctica
posible. Por más inestable y difícil que parezca en estos momentos
de agobio, la construcción de consensos a través de redes humanas y
electrónicas es la única salida viable para la superación de los
obstáculos históricos a que nos enfrentamos. O matar con el terror
de la economía o de las armas, o negociar: una disyuntiva que
prefigura dos tipos de sociedades muy diferentes y de la que no
podremos escondernos, como hemos hecho hasta ahora, amparados en la
sordera, la ignorancia o el despiste interesado.
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