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Ojo, que viene el Sur
Autor: Luis Ángel Fernández Hermana 10/9/1996 Fuente de la información: Revista en.red.ando Temáticas:
Redes ciudadanas
Economía
Redes
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Editorial número 36
No hay peor sordo que el que no quiere oír
La Unión Internacional de Telecomunicaciones dice que en el mundo hay más
de 600 millones de personas que nunca han usado un teléfono. Y aunque uno
nunca sabe cómo hacen estos organismos de la ONU para llegar a cifras tan
precisas sobre la pobreza (con lo que cuesta alcanzar semejante exactitud
sobre la riqueza), no cabe duda de que las telecomunicaciones en los países
en desarrollo guardan relación con todos los otros indicadores que
establecen la distancia entre el Norte y el Sur. Incluso puede parecer una
cifra magra si se la relaciona con el hecho de que el 20% de la humanidad
consume casi el 80% de los recursos disponibles. Desde este punto de vista,
no queda mucho teléfono para el resto, ni siquiera para pedir auxilio.
Tampoco creo que habría tanta gente dispuesta a atender esa llamada. A fin
de cuentas, la distancia que separa a los países industrializados del resto
no se reduce tan sólo a una cuestión de infraestructuras. Más determinante
es la norteña visión de que ellos, los pobres, en el fondo tienen lo que se
merecen. De lo contrario, traerían menos hijos al mundo, se matarían menos
y trabajarían más.
Esta cómoda postura, que nos permite a los habitantes de los países ricos
percibir con meridiana claridad la gravedad de la deforestación y la
nimiedad de vivir en barriles de petróleo con ruedas, tiene su fiel reflejo
en los medios de comunicación. Allí se expresan los valores de la
abundancia, del hiperconsumismo y del despilfarro. Y cuando toca echar un
vistazo hacia el Sur, invariablemente es a través de esa ventana.
Excepcionalmente se abre alguna grieta por donde se cuela algún testimonio
procedente del Tercer Mundo, pero tamizado por los profesionales de la
intermediación, no vaya a ser que las aristas de la pobreza arañen las
susceptibilidades del ciudadano autosatisfecho.
Las cosas pueden ser diferentes en el ciberespacio. Posiblemente, uno de
los mayores impactos culturales de Internet en los próximos años se
produzca precisamente en las relaciones Norte-Sur, a pesar de las
dificultades existente en el ámbito de las telecomunicaciones en los países
en desarrollo. Acostumbrados como estamos a ver el mundo con nuestros ojos
de la superabundancia, pensamos que la Red es ese collar de perlas
resplandecientes que se nos desliza por las manos a medida que recorremos
el WWW. Y las cuentas de ese collar, por supuesto, no están al alcance de
cualquier mortal. Requiere estructuras de telecomunicación densas y de alta
capacidad, buenos modems o redes digitales, ordenadores potentes y, sobre
todo, una cultura de la cacharrería informática que no se mama de un día
para otro. ¿Dónde quedan las zonas al sur del planeta? Y no me refiero tan
sólo a las geográficas, sino, sobre todo, a las que se encuentran al otro
lado de la frontera que divide a ricos y pobres. Para ellas, por lo
general, el WWW es una mera referencia nominal, tan desprovista de
significado como la cirugía del láser.
Pero hay vida más allá de la Web. A través de Internet, sobre todo del correo
electrónico, cientos de individuos y organizaciones del Sur han conseguido
romper la barrera del sonido y establecer una nutrida red de
interrelaciones que con el teléfono sólo jamás consiguieron tejer. A través
de ella circula información, conocimientos, debates y el hilo coordinador
de multitud de iniciativas que cubren un amplio espectro de necesidades
vitales, desde el medio ambiente y la agricultura, a la banca de los
pobres, la gestión de los recursos hídricos o la defensa de los derechos de
la mujer. El mejor directorio de este pujante movimiento telemático lo
canaliza el Instituto para la Comunicación Global (IGC) y la Asociación
para la Comunicación Progresista (APC).
Las dificultades para que estas asociaciones se comuniquen a través de
redes caras, infradotadas y con aparatos inadecuados, son, como podemos
imaginar, fenomenales. Pero el número de ellas que interaccionan a través
de Internet crece sin cesar y la Red canaliza esta voz del Sur hasta el
mismísimo salón de estar de los hogares del Norte. La cuestión es:
¿estaremos preparados para afrontar semejante tratamiento de choque?
¿seremos capaces de abrir nuestros sentidos a la explicación ajena de cómo
fabricamos este mundo cada día, de cómo contribuimos con nuestras pautas de
consumo a sostener y agravar las condiciones de vida de quienes por primera
vez nos hablan sin intermediarios que distorsionen su mensaje?
Quizá entendamos por fin que la llamada superpoblación no es tan sólo una
cuestión de contar cabezas, sino de consumo de recursos per cápita. Los
miles de millones de personas que habitan el Tercer Mundo no son una plaga
autoinflingida por la pereza, la desidia o la ignorancia. Son el recurso
más poderoso que tienen para su supervivencia. Ellos construyen esas
megaciudades que aterrorizan a los ricos, ellos se procuran el alimento y
crean esos mercados volátiles que sostienen a poblaciones enteras. Ellos
son el motor de su propio desarrollo económico y social, cuyo combustible
son miles de organizaciones de autoayuda que cubren todo el arco de la vida
cotidiana, desde la edificación a las finanzas. Es una cultura de la vida
cotidiana que el Norte desconoce y que, por supuesto, sus habitantes ni
rozan cuando consumen el Sur como recurso turístico. Pero detrás de la
pantalla de la miseria —que tan bien queda en las fotos de recuerdo—
palpitan comunidades que luchan desesperadamente por vivir dignamente, a
pesar de los esfuerzos que hacemos cada día desde las zonas ricas para que
no lo consigan.
Hasta ahora hemos sido bastante impermeables a las vicisitudes y al punto
de vista de estas comunidades, estén en Kinshasa, Los Angeles, Karachi,
Londres, Nueva Delhi, Barcelona, Caracas o Katmandú. Nos protege, sobre
todo, una autocreada contaminación sónica que impide escuchar directamente
la palabra de los más desfavorecidos. Internet puede dinamitar esa barrera
y limpiar el horizonte. Esto no garantiza que por fin entendamos en toda su
extensión cuáles son las consecuencias globales de nuestro estilo de vida.
Pero tampoco tendremos la excusa de escondernos simplemente tras una
interesada ignorancia.
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