Editorial: 251
No se vive de lo que se ingiere, sino de lo que se digiere
Como decía Marshall McLuhan, la prensa de tipos móviles de Gutenberg creó un nuevo mundo circundante completamente inesperado: creó el público. Más concretamente, creó el público analfabeto. La invención de la imprenta trazó la línea divisoria entre las tecnologías medieval y moderna. Lo impreso fue el primer producto en masa uniformemente repetible, como un experimento científico. Ahora bien, como nadie nacía sabiendo leer y escribir, la imprenta contribuyó a crear las condiciones para elevar a la categoría de derecho estos dos pilares de la educación. No sin luchas y derramamientos de sangre, la sociedad industrial convirtió la educación obligatoria en un derecho universal que hoy se encuentra recogido prácticamente por todas las constituciones del mundo. Los analfabetos que creó la imprenta de tipos móviles hoy gozan de buena salud en la mayor parte del planeta. ¿Podremos decir lo mismo dentro de unos años de los analfabetos digitales que creó Internet?
Conociéndolos a algunos de ellos personalmente, estoy seguro que no entraba en absoluto dentro de sus planes, pero cuando los "padres de la Red" pusieron en marcha su invento, automáticamente crearon otro tipo de público, el que marca la línea divisoria entre la sociedad industrial y la sociedad de la información. Y con un salto tecnológico aparentemente tan sencillo y discreto --como lo fue en su momento la imprenta-- nos convirtieron a todos en analfabetos digitales. Desde entonces, hemos venido peleando con diferente suerte contra nuestra ignorancia. La definitiva popularización de las redes, su penetración en los puestos de trabajo --fueran fabriles o de servicios--, en los centros de educación e investigación, en los hogares y, en general, en el entorno de la vida cotidiana, nos ha colocado ante la misma disyuntiva que sacudió a la sociedad industrial: cómo adquirir los conocimientos necesarios para convivir con el nuevo sistema social, político y económico que están pariendo las redes de telecomunicación.
Hacia donde uno mire, la preocupación es la misma. Y, las soluciones, insuficientes. Empresas, organizaciones, instituciones de todo tipo, administraciones públicas nacionales o regionales, tratan de elaborar cada una el mejor parche posible para tratar de alfabetizar digitalmente a sus respectivos núcleos de población. Como es natural, esta política disgregada, fragmentada y sin mayor propósito que proporcionar las cuatro reglas básicas para aprender a conectarse a Internet y usar el correo electrónico, depara resultados deplorables. En realidad cada uno estamos librados a nuestras propias capacidades, lo cual genera desigualdades profundas y, lo que es peor, un despilfarro continuo de las oportunidades que ofrece la Sociedad-Red. Esto se da de bruces, además, con las investigaciones más avanzadas sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, sobre su doble vertiente cognitiva y emocional.
Si el mundo de las redes nos propone un entorno hipercambiante al cual debemos adaptarnos a una velocidad sin precedentes, deberíamos asumir que la educación debiera dotar al individuo de los instrumentos cognitivos necesarios para afrontar dicho entorno. Esto significa mejorar sus mecanismos personales de respuesta y entrenar las habilidades y hábitos de su inteligencia emocional. En otras palabras, aprender a vivir en un mundo cambiante construído sobre unos cimientos tecnológicos específicos, como son las redes. Por tanto, estamos entrando en una era donde lo que se impone no son las soluciones aisladas que ahora abundan (cada congreso de educación es un mosaico ininteligible de estupendas iniciativas buscando un éxito ni siquiera bosquejado), sino una discusión pública profunda sobre la obligatoriedad de la alfabetización digital desde la primera fase del sistema educativo.
Esto se relaciona, por una parte, con lo que señalan los expertos en educación --hay que desarrollar una nueva pedagogía adaptada a Internet-- y, por la otra, con el escaso alcance de una cierta política oficial comprometida con llenar las aulas de ordenadores (que, además, no es verdad) como una excusa para no plantear la discusión en sus justos términos. Esta política pública, que encuentra su correspondiente eco en algunas instituciones privadas, sigue metiendo en la misma bolsa de las tecnologías de la información al proyector de diapositivas, el fax, el vídeo, el ordenador o la videoconferencia. Este es quizá el ejemplo paradigmático de la necesidad de preparar lo más pronto posible la ley de alfabetización digital obligatoria. Sin ella resultará complicado comprender en todas sus dimensiones que las redes de ordenadores están creando un nuevo espacio social, virtual, dotado de sus propias reglas, poblado por millones de seres que están abocados a encontarse. Y los programas de educación no saben muy bien por ahora cómo responder a este desafío.
Para investigar la nueva pedagogía es necesario crear espacios virtuales, dotados de objetivos concretos y habitados no sólo por los que, "prima facie", aparecen como los actores más evidentes, los maestros y los alumnos, sino también por quienes, de una u otra manera, contribuyen al proceso educativo, desde pedagogos a padres de familia, expertos, editoriales, administraciones, etc. Espacios virtuales supervisados por moderadores y gestores de conocimiento (¿serán estos los nuevos perfiles profesionales de los maestros?) para que los hagan crecer a partir de la actividad de los participantes. La meta, por supuesto, no reside en saber cómo funciona Internet (como no lo era el saber cómo funcionaba la imprenta), sino cómo funciona la lógica virtual para aprender a convivir y reproducirnos junto con los demás.
Y es a partir de la actividad colaborativa desarrollada en estos espacios que podrá elaborarse el curriculum educativo de la Sociedad de la Información. Si algo han dinamitado las redes es precisamente la posibilidad de seguir elaborando contenidos educativos desde centros de investigación o comités de expertos, sin tomar en cuenta todas las voces que participan en el proceso de aprendizaje.
¿Estamos en condiciones de iniciar una discusión sobre la alfabetización digital obligatoria? ¿Cual debiera ser su marco territorial, político? Sin querer entrar en mayores disquisiciones ahora por cuestiones de espacio, me parece que las administraciones regionales son las que se encuentran en mejores condiciones para lanzar este tipo de iniciativas. Catalunya, por ejemplo, así como otras comunidades autónomas, dispone de los resortes legales necesarios para lanzar un debate público que le daría una ventaja comparativa considerable y, además, en el proceso, desarrollaría las tecnologías pedagógicas necesarias para la Internet social, donde se enmarcarían las nuevas leyes de la educación capaces de incorporar las necesidades específicas de las tecnologías informacionales. No me parece aventurado pronosticar que el destino de nuestras sociedades estará indisolublemente vinculado a la forma --y el tiempo-- como resuelvan esta cuestión de la alfabetización digital obligatoria.
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