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Cada
año, cuando llega la época de cosechar los premios Nobel, aparecen
también las golondrinas que nos dicen si están bien concedidos, si
el reparto es justo cuando el galardón es compartido, o si alguien
se ha quedado entre bambalinas cuando se merecía el resplandor de
las candilejas tanto o más que los premiados. Donde hay agraciados,
hay agraviados, qué remedio. La ciencia es cada vez más una
actividad colectiva y, por tanto, cada vez cuesta más cortar la
tarta con tal precisión que las ideas buenas se queden sólo en un
trozo y no bailando entre el que tiene el pedazo con chocolate y al
que no le ha tocado nada de relleno. Esto, como digo, en el caso de
la ciencia, donde la investigación, la experimentación, la
publicación de los resultados y sus consecuencias sobre todo
tecnológicas, son claramente constatables y, por ende, las víctimas
de los desajustes palmariamente detectables.
Las
cosas son más difusas en el Nobel de economía (y no digamos ya en
el de la Paz). A veces encontramos mucho sentido común en las
investigaciones que han permitido comprender aspectos ocultos o
camuflados en la dinámica de los mercados, de nuestros
comportamientos como agentes de la economía o de los de quienes
ponen en movimiento fuerzas financieras descomunales aunque los
cimientos sean de barro. Otras veces no hay nada de común en lo que
se premia y eso nos parece en sí mismo una buena razón como
cualquier otra para la fanfarria, aunque no entendamos mucho de qué
va la cosa. Y en ocasiones, lo que se ensalza es tan común que
entonces sí que no se comprende por qué se lleva la medalla tal
señor o señora y no todos los que ya sabían desde hace mucho de
qué iba la cosa. Aquí, el lenguaje, lo que se explica y lo que se
hace con las palabras, cómo se las ejecuta y se las transforma en
acciones, resulta fundamental, es lo que marca la línea divisoria
entre la academia y la vida del resto de los mortales. Eso es
precisamente lo que ha sucedido este año, sin que se haya levantado
la polvareda de otras ocasiones porque se haya quedado alguna gente
con nombres y apellidos sin el reconocimiento público.
Elinor
Ostrom, profesora de la Universidad de Indiana (EEUU) es una
estudiosa de la propiedad común, como tanta gente en, por poner un
ejemplo, la India, donde la economía de las tierra comunales, su
asedio por parte de las corporaciones propias y ajenas, y las
repercusiones que estos conflictos desencadenan sobre la conformación
económica, política y cultural del país han afectado a millones de
personas, literalmente. Por eso muchos no comprendemos por qué el
premio lo recibe sólo Ostrom y no está junto a ella Vandana Shiva y
muchos otros intelectuales y activistas indios que han defendido a
capa y espada frente al FMI y al Banco Mundial a las organizaciones
locales basadas en tierras comunales que garantizan la formación de
gobiernos democráticos locales, la preservación y la calidad de la
biodiversidad, de la gestión del agua y de un acerbo cultural
ancestral permanentemente sitiado desde hace más de 40 años.
La
propiedad común, como asegura en sus múltiples trabajos Ostrom,
Vandana y muchos de los institutos de investigación agraria
repartidos por la geografía del Norte y el Sur, es el sustrato donde
las comunidades locales se organizan en instituciones cuyas reglas
claras y compartidas permiten a cada cual saber cuáles son sus
derechos y sus obligaciones. Este es el punto de partida para
legitimar una autoridad colectiva que gobierne una gestión racional
de los recursos. A principios de los años 90, Shiva escribió un
artículo que publiqué en el libro “El
medio ambiente visto por el sur”
(“El medi ambient vist pel Sud”, sólo hay versión en catalán
de la Editorial Beta, por ahora) cuyo título tendría que haber
mencionado la Real Academia de Ciencias de Suecia que concede el Premio Nobel de
Economía: “El cierre y la recuperación de las tierras comunales”.
La
activista y científica india sostenía -y sigue sosteniendo- que las
comunidades de las tierras comunales eran las únicas organizaciones
democráticas que podían preservar la biodiversidad y, de paso, los
elementos culturales vinculados a esa preservación. Esta combinación
de defensa de las tierras de propiedad común y de preservación de
la biodiversidad estableció claramente el campo de juego donde se
expresarían las tendencias más desbocadas del capitalismo de marca
neoliberal a la Reagan y a la Thatcher: una secular cultura agrícola
cercada por corporaciones del Norte para que rindiera sus
conocimientos y su organización social a cambio de semillas
genéticamente modificadas con el apoyo de los planes de reajuste
estructural del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Parte sustancial de nuestro capital cultural e intelectual para
enfrentar no sólo cuestiones como el cambio climático, sino, sobre
todo, la problemática del hambre y de la distribución de la riqueza
a escala planetaria lo hemos perdido por este agujero negro. Tres
décadas de pillaje han dejado una factura medioambiental que cada
vez más parece difícilmente amortizable.
Este
conflicto asumió la elegancia de la esgrima de salón cuando Ostrom
explicó sus trabajos por los que se le había concedido el premio
Nobel de Economía: “Hemos visto que los gestores externos muchas
veces no disponen de la información sobre los recursos que tienen
los usuarios directos. Ojalá [este premio] refuerce el sentido de
capacidad y poder en los ciudadanos”. Por ese ojalá se han
escurrido extensiones ingentes de tierras cultivables, recursos
hídricos cuantiosos que sostenían a millones de personas y se han
abierto las compuertas a algunos de los movimientos de defensa de los
recursos naturales más profundos y bien argumentados de estas
décadas, como Chipko y Navdanya.
La
misma idea de Ostrom, pero expresada por Vandana Shiva en Barcelona a
mediados de los 90 del siglo pasado, suena así: "Los
países occidentales ya se han llevado las mejores semillas a través
de sus bancos de semillas, y el Tratado de la Biodiversidad no cubre
esto. Esta es una lucha abierta que todavía no está resuelta. No
podemos hacer borrón y cuenta nueva. [...] Ya pueden saber todo lo
que quieran sobre los códigos genéticos de las semillas, sus
características biológicas o propiedades eléctricas. Pero como no
les diga alguien dónde y en qué condiciones hay que plantarlas, de
poco les servirán sus conocimientos científicos. Les quitamos las
semillas a los pueblos, las convertimos en productos comerciales,
impedimos que sigan expandiéndose las que había y desaparece todo
ese conocimiento acumulado a lo largo de siglos. Por eso, lo
verdaderamente grave en estos momentos es el pirateo intelectual,
porque sólo el agricultor es quien sabe lo que hay que hacer".
O
sea, los gestores externos cambian de nombre y de pronto tienen
rostro y geografía, su falta de información se traduce en codicia
adobada por el lenguaje del vendedor de espejitos y los resultados
son una cadena de catástrofes a las que no prestamos atención ni
siquiera cuando generan un premio Nobel. El ojalá de Ostrom contiene
sólo esperanza disfrazada ante la destrucción de las mismas
instituciones democráticas que ella considera como el factor clave
para que los ciudadanos controlen los recursos que garantizan su
sostenibilidad, para decirlo con un término tan moderno.
Mientras
la catedrática de Indiana era asediada por los periodistas para que
explicara cómo las comunidades locales conseguían resultados tan
sorprendentes en la gestión de recursos naturales escasos, la
República del Congo anunciaba que ponía 10 millones de hectáreas
de sus tierras de cultivo en el mercado global, un tercio de su
territorio. El mejor postor, por ahora, es Agri SA, una sociedad que
representa a 70.000 agricultores y empresas de Sudáfrica. El
gobierno de Congo garantiza la cesión gratuita de las tierras por 90
años y espera que, en retorno, haya inversiones en infraestructuras.
Así es la vida, por la mañana premiamos una forma de hacer las
cosas que favorece el uso razonable de los recursos escasos y
de nosotros mismos y, por la tarde, pisoteamos esas razones y nos
congratulamos del éxito conseguido en ambas facetas. En este juego
perdemos de vista algo en lo que insiste precisamente Shiva y
refrenda Ostrom: "Las sociedades no viven sólo del comercio,
sino, fundamentalmente, de principios coherentes, sistemas
organizados y visiones globales". Los aludidos que levanten
la mano.