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La economía de la propiedad común

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
21/10/2009
Fuente de la información: Madrimasd
Organizador:  Madrimasd
Temáticas:  Economía  Gobernabilidad  Medio ambiente 
Artículo publicado en Madrimasd
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Cada año, cuando llega la época de cosechar los premios Nobel, aparecen también las golondrinas que nos dicen si están bien concedidos, si el reparto es justo cuando el galardón es compartido, o si alguien se ha quedado entre bambalinas cuando se merecía el resplandor de las candilejas tanto o más que los premiados. Donde hay agraciados, hay agraviados, qué remedio. La ciencia es cada vez más una actividad colectiva y, por tanto, cada vez cuesta más cortar la tarta con tal precisión que las ideas buenas se queden sólo en un trozo y no bailando entre el que tiene el pedazo con chocolate y al que no le ha tocado nada de relleno. Esto, como digo, en el caso de la ciencia, donde la investigación, la experimentación, la publicación de los resultados y sus consecuencias sobre todo tecnológicas, son claramente constatables y, por ende, las víctimas de los desajustes palmariamente detectables.

Las cosas son más difusas en el Nobel de economía (y no digamos ya en el de la Paz). A veces encontramos mucho sentido común en las investigaciones que han permitido comprender aspectos ocultos o camuflados en la dinámica de los mercados, de nuestros comportamientos como agentes de la economía o de los de quienes ponen en movimiento fuerzas financieras descomunales aunque los cimientos sean de barro. Otras veces no hay nada de común en lo que se premia y eso nos parece en sí mismo una buena razón como cualquier otra para la fanfarria, aunque no entendamos mucho de qué va la cosa. Y en ocasiones, lo que se ensalza es tan común que entonces sí que no se comprende por qué se lleva la medalla tal señor o señora y no todos los que ya sabían desde hace mucho de qué iba la cosa. Aquí, el lenguaje, lo que se explica y lo que se hace con las palabras, cómo se las ejecuta y se las transforma en acciones, resulta fundamental, es lo que marca la línea divisoria entre la academia y la vida del resto de los mortales. Eso es precisamente lo que ha sucedido este año, sin que se haya levantado la polvareda de otras ocasiones porque se haya quedado alguna gente con nombres y apellidos sin el reconocimiento público.

Elinor Ostrom, profesora de la Universidad de Indiana (EEUU) es una estudiosa de la propiedad común, como tanta gente en, por poner un ejemplo, la India, donde la economía de las tierra comunales, su asedio por parte de las corporaciones propias y ajenas, y las repercusiones que estos conflictos desencadenan sobre la conformación económica, política y cultural del país han afectado a millones de personas, literalmente. Por eso muchos no comprendemos por qué el premio lo recibe sólo Ostrom y no está junto a ella Vandana Shiva y muchos otros intelectuales y activistas indios que han defendido a capa y espada frente al FMI y al Banco Mundial a las organizaciones locales basadas en tierras comunales que garantizan la formación de gobiernos democráticos locales, la preservación y la calidad de la biodiversidad, de la gestión del agua y de un acerbo cultural ancestral permanentemente sitiado desde hace más de 40 años.

La propiedad común, como asegura en sus múltiples trabajos Ostrom, Vandana y muchos de los institutos de investigación agraria repartidos por la geografía del Norte y el Sur, es el sustrato donde las comunidades locales se organizan en instituciones cuyas reglas claras y compartidas permiten a cada cual saber cuáles son sus derechos y sus obligaciones. Este es el punto de partida para legitimar una autoridad colectiva que gobierne una gestión racional de los recursos. A principios de los años 90, Shiva escribió un artículo que publiqué en el libro “El medio ambiente visto por el sur” (“El medi ambient vist pel Sud”, sólo hay versión en catalán de la Editorial Beta, por ahora) cuyo título tendría que haber mencionado la Real Academia de Ciencias de Suecia que concede el Premio Nobel de Economía: “El cierre y la recuperación de las tierras comunales”.

La activista y científica india sostenía -y sigue sosteniendo- que las comunidades de las tierras comunales eran las únicas organizaciones democráticas que podían preservar la biodiversidad y, de paso, los elementos culturales vinculados a esa preservación. Esta combinación de defensa de las tierras de propiedad común y de preservación de la biodiversidad estableció claramente el campo de juego donde se expresarían las tendencias más desbocadas del capitalismo de marca neoliberal a la Reagan y a la Thatcher: una secular cultura agrícola cercada por corporaciones del Norte para que rindiera sus conocimientos y su organización social a cambio de semillas genéticamente modificadas con el apoyo de los planes de reajuste estructural del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Parte sustancial de nuestro capital cultural e intelectual para enfrentar no sólo cuestiones como el cambio climático, sino, sobre todo, la problemática del hambre y de la distribución de la riqueza a escala planetaria lo hemos perdido por este agujero negro. Tres décadas de pillaje han dejado una factura medioambiental que cada vez más parece difícilmente amortizable.

Este conflicto asumió la elegancia de la esgrima de salón cuando Ostrom explicó sus trabajos por los que se le había concedido el premio Nobel de Economía: “Hemos visto que los gestores externos muchas veces no disponen de la información sobre los recursos que tienen los usuarios directos. Ojalá [este premio] refuerce el sentido de capacidad y poder en los ciudadanos”. Por ese ojalá se han escurrido extensiones ingentes de tierras cultivables, recursos hídricos cuantiosos que sostenían a millones de personas y se han abierto las compuertas a algunos de los movimientos de defensa de los recursos naturales más profundos y bien argumentados de estas décadas, como Chipko y Navdanya.

La misma idea de Ostrom, pero expresada por Vandana Shiva en Barcelona a mediados de los 90 del siglo pasado, suena así: "Los países occidentales ya se han llevado las mejores semillas a través de sus bancos de semillas, y el Tratado de la Biodiversidad no cubre esto. Esta es una lucha abierta que todavía no está resuelta. No podemos hacer borrón y cuenta nueva. [...] Ya pueden saber todo lo que quieran sobre los códigos genéticos de las semillas, sus características biológicas o propiedades eléctricas. Pero como no les diga alguien dónde y en qué condiciones hay que plantarlas, de poco les servirán sus conocimientos científicos. Les quitamos las semillas a los pueblos, las convertimos en productos comerciales, impedimos que sigan expandiéndose las que había y desaparece todo ese conocimiento acumulado a lo largo de siglos. Por eso, lo verdaderamente grave en estos momentos es el pirateo intelectual, porque sólo el agricultor es quien sabe lo que hay que hacer".

O sea, los gestores externos cambian de nombre y de pronto tienen rostro y geografía, su falta de información se traduce en codicia adobada por el lenguaje del vendedor de espejitos y los resultados son una cadena de catástrofes a las que no prestamos atención ni siquiera cuando generan un premio Nobel. El ojalá de Ostrom contiene sólo esperanza disfrazada ante la destrucción de las mismas instituciones democráticas que ella considera como el factor clave para que los ciudadanos controlen los recursos que garantizan su sostenibilidad, para decirlo con un término tan moderno.

Mientras la catedrática de Indiana era asediada por los periodistas para que explicara cómo las comunidades locales conseguían resultados tan sorprendentes en la gestión de recursos naturales escasos, la República del Congo anunciaba que ponía 10 millones de hectáreas de sus tierras de cultivo en el mercado global, un tercio de su territorio. El mejor postor, por ahora, es Agri SA, una sociedad que representa a 70.000 agricultores y empresas de Sudáfrica. El gobierno de Congo garantiza la cesión gratuita de las tierras por 90 años y espera que, en retorno, haya inversiones en infraestructuras. Así es la vida, por la mañana premiamos una forma de hacer las cosas que favorece el uso razonable de los recursos escasos y de nosotros mismos y, por la tarde, pisoteamos esas razones y nos congratulamos del éxito conseguido en ambas facetas. En este juego perdemos de vista algo en lo que insiste precisamente Shiva y refrenda Ostrom: "Las sociedades no viven sólo del comercio, sino, fundamentalmente, de principios coherentes, sistemas organizados y visiones globales". Los aludidos que levanten la mano.

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