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Carrusel de identidades

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
17/6/2009
Fuente de la información: Madrimasd
Organizador:  Madrimasd
Temáticas:  Ciberderechos  Internet 
Artículo publicado en Madrimasd
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Todavía hay mucha gente que, desde ángulos profesionales muy diferentes o experiencias muy diversas, se sigue preguntando por qué Internet se ha convertido un problema tan “grave” desde el punto de vista de la privacidad. Por qué a pesar de los casos que se suceden de robos de identidades o de transacciones no deseadas de información, dinero u otras cosas, corpóreas o no, que van adheridas a las identidades, de esas historias espectaculares sobre las truculencias cometidas gracias a los datos que flotan displicentemente por la Red, etc., etc., por qué seguimos revelando tanto de cada uno de nosotros en las circunstancias menos adecuadas y, frecuentemente, a solicitud de los personajes menos fiables. ¿Nos hemos vuelto tarumbas?

Bueno, para qué vamos a andarnos con rodeos, un poco tarumbas sí que nos ha vuelto Internet. Y todo apunta a que como no aprendamos a vivir con esto, el desaguisado lleva camino de ser cada vez más vasto, profundo y determinante para la vida y la hacienda de niños, jóvenes y mayores. La red nos ha provocado una incontinencia verbal y visual extrañísima. Podemos decir lo que nos dé la gana en las circunstancias más inimaginables. Unas veces en las páginas de otros (blogs), otras en los foros de muchos, cuando no en nuestras propias páginas. Eso no nos había sucedido nunca: que por el mero hecho de disponer de una conexión a Internet, abriéramos nuestras cajas más íntimas, con aspiraciones a convertirse en las de Pandora, y dejáramos escudriñar su interior sin ninguna clase de tapujos, aderezado incluso con nuestra identidad real.

No hay datos de ningún otro momento histórico donde nos hayamos abierto de esta manera a los demás. En realidad, la historia nos dice que siempre hemos sido celosos de eso que denominamos intimidad, que el anonimato garantizaba la seguridad personal, familiar y colectiva, que cuanto menos se sacara la cabeza por encima de la muchedumbre, menos riegos de recibir palos (merecidos o no). En otras palabras, que la privacidad era una especie de ventaja evolutiva, como se ha demostrado en tantas guerras. Como decía aquel libro, al principio fue la palabra y después llegaron los hechos: tuvimos que ganarnos el pan con el sudor de nuestra propia frente (bueno, no todos) escondiendo nuestras vergüenzas.

De repente, en el tiempo de un pestañeo, todo ha cambiado. Ahora la palabra es el principio y, sobre todo, el fin. Mientras que la proximidad era una barrera infranqueable, resulta que Internet se ha convertido en un extraordinario, magnético y superpoblado muro de las lamentaciones, al que acuden millones de personas para clamar en voz alta, por escrito y si es posible en formato audiovisual, quienes son, qué hacen y que qué pasa, que quién más hay por  ahí. Lógicamente, como en tantas otras cosas, se empieza rascando por aquí y no está claro por donde se acaba. Pero no es sólo Internet. Hoy día, como demostró Mónica Lewinsky y nos revelan los CSI del mundo, la información está por doquier, hay manchas que persisten y persisten y, además, hablan como cotorras. Mientras tratamos de horrorizarnos de cuánto saben de nosotros individuos, bandas, agencias y organizaciones que desconocemos, no cesamos de entregar generosamente nuestra información personal y de manipularla, transarla, intercambiarla o venderla a cualquier postor (si al menos fuera al mejor).

Aunque Internet atraiga la mayor atención, pues, al fin y al cabo, allí hay más millones de habitantes que en cualquier país del mundo, donde realmente nos estamos abriendo no ya como un libro, sino como toda una biblioteca, es a partir de los elementos constitutivos de nuestra persona: el código hereditario. Todos sabemos que un pelo, la saliva, las escamas de la piel, ya no digamos los tejidos y fluidos de nuestro cuerpo, revelan aspectos que desde siempre han permanecido enclaustrados en nuestros cromosomas. Eso se ha acabado. En EEUU comienzan a ser habituales los juicios en los que las parejas se disputan -o ponen en cuestión- la vinculación biológica con la descendencia a partir de minúsculas trazas que revelan pasados hasta ese momento perfectamente escondidos o disimulados. Las compañías que hacen las pruebas de ADN se han multiplicado en apenas dos años. “¿Infidelidad en la pareja, está seguro de que ese hijo es suyo, qué hizo su cónyuge en la fiesta de la empresa? Tráiganos un pelo, una camisa, unas bragas... y le contaremos todo”.

Estas son algunas de las cuestiones que comienzan a llegar hasta los tribunales y que han planteado la necesidad de adoptar códigos éticos para estas empresas (algo que venimos escuchando desde años ha para Internet).

Mientras tanto, el incremento de información personal y de los medios para hacerla circular no cesa de aumentar. A diferencia de lo que sucedía hasta hace apenas 15 años, a medida que la investigación biomédica expande el campo de conocimiento, sus resultados encuentran rápidamente un modelo de negocio en las esquinas más insospechadas de la economía. Las redes virtuales potencian de inmediato su eficacia y, como si fueran setas de otoño, brotan por doquier las legiones de potenciales consumidores de la nueva información, aunque ello suponga exponerse a riesgos que jamás aceptarían en la corta distancia. Es a partir de este contexto que deberíamos discutir las bases de una impostergable “educación del yo y mi información”. Porque si este asunto lo queremos despachar con una prédica religiosa del tipo “el ser y el deber ser” o argumentos por el estilo, simplemente no aprenderemos nada del mundo que estamos construyendo... con nuestra propia información.
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