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La tristeza no es tacaña

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
24/2/2008
Fuente de la información: La Vanguardia
Organizador:  La Vanguardia, Suplemento Dinero
Temáticas:  Ciencia  Economía 
Artículo publicado en el Suplemento Dinero del periódico
La Vanguardia
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Sabíamos que la depresión impelía hacia un consumo que buscaba alcanzar una cierta autosatisfacción a través de la adquisición de objetos. El darse una alegría con cosas inútiles, o no, parece oficiar de bálsamo conductor para muchas personas con el fin de intentar mejorar el estado de ánimo. Pero la ciencia, insaciable en escudriñar hasta los rincones más románticos de nuestro cerebro, acaba de descubrir que la tristeza no sólo tiene su música preferida, sino que goza de manga ancha y no repara en gastos, ya sea de bienes materiales o de acciones en bolsa. Esto no quiere decir que todos los que invierten en bolsa lo hacen porque estén tristes (ya se encargarán las oscilaciones de los valores de conducirlos hacia ese estado de ánimo), sino que muchas personas tristes buscan levantar el ánimo jugándose los cuartos hasta en inversiones de resultados tan inciertos como las de la bolsa.

El filósofo clásico William James (1842-1910) avanzó el famoso concepto orteguiano del “yo y mis circunstancias” definiendo a éstas como el todo material del individuo: sus cosas, su casa, su ropa, sus pertenencias y las pertenencias a las que aspiraba. Todo este conjunto constituía la base de muchas de las emociones que contribuyen a conformar el famoso yo. Según James, cuando uno pierde estas posesiones queridas, se produce una especie de encogimiento del yo, como si la personalidad se viera involuntariamente a bordo de un vagón que viaja de vuelta hacia el punto de “ninguna pertenencia, ningún bien”, una especie de nada. James, sin embargo, no relacionó el yo con emociones específicas o con bienes materiales concretos.

A partir de estas hipótesis, los científicos si se han metido ahora en el berenjenal de averiguar qué emociones se disparan cuando uno está triste y, sobre todo, en un estado autocentrado casi de introversión (que también sucede en el caso de la depresión). Un equipo multidisciplinar, integrado por investigadores de cuatro universidades de EEUU, ha descubierto que la gente que está triste no sólo puede gastar más de lo normal en un consumo que busca alegrías para el yo, por transitorias que sean, sino que además llegan a pagar mucho más de lo que valen las cosas que compran. En algunos casos, los tristes que participaron en el ensayo llegaron a pagar hasta un 30% más del precio de mercado de un objeto. Este es, sin duda, uno de los resultados más sorprendentes de esta investigación.

¿Por qué se produce esta aparente aberración entre lo que se paga por las cosas y los estados de tristeza? Al parecer, el autocentrismo actúa como un elemento moderador de la tristeza, pero, cuando alcanza ciertos niveles, acoplado a la tristeza causa una especie de erosión en la autoestima y un desprecio por las cosas que uno posee. Esto incrementa el deseo de pagar más por nuevos bienes materiales, presuntamente para recuperar la confianza en sí mismo. Los investigadores trabajaron con voluntarios en condiciones de laboratorio, es decir, mediante ensayos donde los participantes no sabían muy bien lo que hacían en relación con los otros. Esta investigación, recién presentada en el congreso anual de la Sociedad de Psicología Social y de la Personalidad, se publicará en junio próximo en Psychological Science.

El laboratorio, sin embargo, es un triste remedo de la realidad, según los autores del trabajo. En el experimento se trabajaba con el concepto de una tristeza de baja intensidad. En la vida real, la tristeza de alta intensidad es la que realmente guía estos impulsos hacia un consumo hasta cierto punto descontrolado. Es en esas circunstancias donde se descubre que cuando la tristeza domina la personalidad no sólo se busca remedio en un buen centro comercial, sino que el matrimonio entre tristeza y gasto lleva a alguna gente a convertirse en inversores compulsivos en la bolsa e incluso se les desata la ansiedad de adquirir nuevas relaciones, sin que realmente las necesiten.

Además, este efecto no hace distinciones de género, sucede tanto en hombres como en mujeres. Por tanto, los aspectos psicológicos, que ya sabemos que desempeñan un importante papel en la economía, encuentran ahora una nueva base para tomar en cuenta lo que no es, irónicamente, fácilmente cuantificable: cuánta carga de tristeza y en qué circunstancias es necesaria para empujar hacia la adopción de ciertas decisiones con efectos notables en el consumo o la inversión financiera.

La economía de la conducta, un área relativamente joven de la economía que estudia el impacto de las emociones en nuestras decisiones, no había avanzado mucho en el estudio del comportamiento económico del yo cuando sus circunstancias se ven guiadas por ciertas emociones. Esta investigación construye precisamente este puente al descubrir que la tristeza llega a influir en decisiones económicas que aparentemente no tienen relación con la conducta anterior de la persona, como es el pago excesivo por un bien.

Este trabajo, que ha sido bautizado como el efecto la tristeza no es tacaña, rompe con lugares comunes bien aposentados en las teorías económicas referente a la toma de decisiones. En estas teorías se sostenía que las actitudes negativas conducían a devaluar lo que se tiene y lo que se persigue, lo cual tiene un claro referente en las decisiones en la bolsa y en otros aspectos de la vida, sobre todo en el proceso de toma de decisiones.

No es lo que descubre el trabajo en cuestión, porque la tristeza no sólo no devalúa, sino que sobrevalúa por encima de su precio lo que desea adquirir y lo paga. Como dicen los autores de este trabajo, la economía tiene que repensar ahora su concepción del consumo y cómo la tristeza –y la depresión- afectan las decisiones de las personas. Y, por otra parte, se abre un campo nuevo de intervención clínica para abordar lo que parece ser una patología... muy cara.
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