Editorial: 322
Salir con las costas en las costillas
Hace un par de semanas, durante el interesante encuentro "Redes de Conocimiento", celebrado en Badajoz, un grupo de asistentes me preguntó de dónde venía el concepto de Gestión de Conocimiento en Red (GC-red) con el que trabaja en.red.ando. "De la digitalización abierta", les respondí. "Primero me explica la cerrada que, sospecho, era la anterior", fue la veloz réplica de uno de los contertulios. Pues no, la anterior fue la abierta, por más raro que parezca a tenor de la evolución del mundo, aunque ocurría, valga la contradicción, en un ambiente "cerrado". Por esta razón, a mi entender, el momento histórico en que ambas se cruzan, la digitalización abierta y la cerrada, genera una turbulenta confusión sobre muchas cosas, en particular en el mundo de los negocios y, sobre todo, en la gestión de conocimiento.
Perfilar el desarrollo y características de cada una de estas digitalizaciones sólo se puede hacer con trazo grueso en un espacio tan reducido como el de estos editoriales, aunque le dediquemos al tema un par de ellos. Hoy examinaremos a la carrera la digitalización cerrada y la próxima semana la abierta. ¿Por qué empezar por la cerrada cuando la abierta fue anterior? Porque fue la primera en implantarse a escala general en las sociedades modernas y porque, por ésta y otras razones, ejerce todavía una considerable influencia sobre la imaginería y el discurso de la gestión de conocimiento.
La digitalización cerrada comenzó aproximadamente a mediados de los años 70, cuando la microelectrónica tocó a la puerta de las empresas. Visto desde la perspectiva actual, asomar la cabeza y meter el cuerpo entero fue un relámpago. Antes de que los sindicatos, los administradores de empresas y los diferentes sectores industriales afectados se dieran cuenta de lo que estaba pasando, les había "crecido" un nuevo habitante en su seno que se reproducía como setas. Los ordenadores penetraron en todos y cada uno de los departamentos de las empresas -la administración, la producción y los servicios- a una velocidad incontenible. Tras ellos llegó un ejército de técnicos, informáticos e ingenieros de telecomunicación que modificaron sensiblemente el paisaje laboral de la sociedad industrial.
El mundo analógico se digitalizó en un abrir y cerrar de ojos. Algunas veces de una manera visible y con afloramientos sociales, como sucedió con la industria periodística. Las huelgas de Fleet Street en Londres (sede de la mayoría de las grandes cabeceras británicas) y en algunos de los rotativos emblemáticos de EEUU marcaron hitos en la resistencia a este proceso de digitalización. Fueron tan sólo los casos que recibieron mayor atención mediática, porque prácticamente no hubo industria o sector económico que no se viera convulsionado por este proceso. Cuando la polvareda de los conflictos sociales se fue aposentando, quien más o quien menos se encontró sentado delante de un ordenador.
Ahora bien, el rasgo determinante de la digitalización no fue el paso del soporte papel al soporte digital, con todo y lo importante de este proceso. Eso se podía hacer con un sólo ordenador y metiendo en bases de datos la información para mejorar su gestión. No, lo esencial lo constituyó la implantación de redes que interconectaban ordenadores y digitalizaban el proceso de producción, de administración, de servicios, de distribución, etc., dentro de cada empresa. Estas redes, denominadas en principio Redes de Área Local (RAL, o LAN en su denominación inglesa: Local Area Networks), tenían una serie de características que, al enumerarlas, a todos nos van a parecer verdades de Perogrullo. Pero conviene retenerlas para no olvidar lo obvio que, frecuentemente, es donde está la clave de lo misterioso.
Las redes estaban adaptadas a la estructura de las organizaciones como un guante. La digitalización se configuraba como un revestimiento virtual de cada organización, adecuándose a sus jerarquías, departamentos, secciones, ámbitos de producción, etc. Los usuarios (los trabajadores), cuando accedían a la red, ya encontraban en ella todos los procesos formalizados de su actividad laboral. Por otra parte, este acceso a la red estaba restringido, lógicamente, sólo a los miembros de la empresa, pero no todos se veían en la red, sólo los de los respectivos departamentos y, como máximo, con algunos otros aledaños por razón de sus funciones. O sea, la red permitía un acceso segmentado (sólo se veía la parte de la red que le correspondía a las funciones de cada uno), y acotado (sólo se interactuaba con los usuarios designados por el sistema de acuerdo a la estructuración de la empresa).
Las RAL, por otra parte, crecían fuertemente jerarquizadas, reflejando, como digo, a la estructura de la propia empresa y a las necesidades de la operatividad de la red en función de su diseño: ordenadores que controlaban a otros ordenadores para fijar los privilegios de acceso a según qué acciones o material, etc. Esto significaba, entre otras cosas, que las interacciones entre los usuarios estaban perfectamente compartimentadas en función de la estructura de la organización y de sus necesidades productivas. El margen para actuar sobre los contenidos de la red eran más bien limitados, por no decir nulos, aunque incluyamos la funcionalidad de correo electrónico que fue el benjamín de este proceso de digitalización de las empresas. Además, las RAL tenían una implantación territorial inescapable: la propia geografía física de la empresa (incluyendo sus sucursales o sedes). Para decirlo de otra manera, no te podías llevar la red de tu empresa a casa para trabajar desde allí en la cadena de montaje o en el departamento de contabilidad. Por tanto, la red también tenía horario: el de la propia empresa.
O sea, que a partir de los años 70, pero sobre todo en los años ochenta del siglo XX, los administradores y gestores empresariales se encontraron con este nuevo paisaje: la electrónica había invadido sus empresas y, en este proceso, había digitalizado todo, incluso la experiencia y el conocimiento de sus miembros. En este contexto se desarrolló la parte troncal de la concepción de la gestión de conocimiento, como parte de la evolución de las teorías de la administración empresarial (management) y la gestión de información. La propia estructura de las RAL influyó considerablemente sobre esta concepción, aunque la literatura al respecto no siempre lo ha admitido abiertamente.
En redes como las descritas, la empresa siempre tiene el problema de saber dónde se encuentra el talento y la inteligencia de su gente (ya lo tenía sin necesidad de la digitalización, pero ésta tornó el problema en mucho más complejo). En primer lugar, porque la propia red no permite que se exprese. En segundo lugar, porque al ser las interacciones tan limitadas, el talento y la experiencia se queda en cada persona, no hay forma de que corra por las "venas de la organización" (a excepción de alrededor de la máquina de café). Como máximo, puede ser que se transfiera, de alguna u otra forma, a la parte digitalizada de la empresa. Pero eso significa que, para recuperar ese talento como un producto puro y refinado, es necesario encadenar una serie de complejos procesos tecnológicos para organizar esa parte digitalizada (bases de datos, bancos de datos) con el fin de que brinde el tesoro que esconde.
En ambas situaciones -conocimiento en cada persona, o en las vetas digitales almacenadas en las redes de cada empresa- lo más importante es, pues, lo que no existe: el famoso y siempre bien publicitado conocimiento tácito. Lo que se supone que reside en cabezas particulares y que la gestión de conocimiento debe extraer de alguna manera para convertirlo en un activo estratégico de la empresa. Este es el caldo de cultivo que ha convertido a la gestión de conocimiento en una hidra de dos cabezas (para no extender más este análisis). Por una parte, un discurso centrado en el valor estratégico del talento de las personas. El resultado es una tabla de imperativos categóricos sobre el comportamiento de los empleados de una empresa. Aquí reina el "deber ser", que, en realidad, es lo que "debiera ser": participar más, proporcionar abiertamente el talento y la experiencia, comunicarse más y mejor con sus superiores, orientar sobre lo que se sabe, etc.
Por la otra, un conjunto de procedimientos y dispositivos tecnológicos para automatizar el proceso de captura del conocimiento y la incorporación de éste, formalizado de alguna manera, al proceso de toma de decisiones. Sin embargo, la propia organización de la empresa, y la red digital que la plasma en el ámbito virtual, conspiran contra estos mecanismos para explicitar el conocimiento de una organización (en realidad, de cada una de las cabezas de sus miembros). El conocimiento es social, lo único individual es el cerebro. Y estas redes, lo que precisamente no permiten es la socialización de las relaciones entre las personas y, por tanto, del conocimiento que poseen. Su estructuración vertical, su respeto por las jerarquías, su reglamentación de la actuación de cada uno de sus usuarios y su fragmentación de acuerdo a las divisiones de la propia organización, es un verdadero atentado contra los intentos de implantar procesos continuados y fiables de gestión de conocimiento.
Sin embargo, es en este territorio acotado de la empresa donde la gestión de conocimiento ha desarrollado sus mejores conceptos y sus productos más conocidos, desde la Gestión de Relaciones con los Clientes (CRM en sus siglas en inglés), a la minería de datos o las bases de datos relacionales. Pero este ecosistema -empresa, gestión de información, redes corporativas, etc.- ha inclinado excesivamente la balanza hacia el discurso y las soluciones tecnológicas, algo que, en principio, parecería contradictorio con el concepto de gestión de conocimiento.
Hasta que en el camino de las Redes de Área Local se cruzaron Internet y, sobre todo, las intranets. Pero ésta es la historia de la próxima semana.
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