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Ciudades: el tamaño es lo que importa

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
28/10/2007
Organizador:  La Vanguardia, Suplemento Dinero
Temáticas:  Ciencia  Redes 
Artículo publicado en el suplemento Dinero del periódico La Vanguardia
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Decía Alfredo Bryce Echenique por boca de su personaje principal en “La vida exagerada de Martín Romaña”: “Todas las ciudades son iguales apenas llego yo”. Lo que no sospechaba el personaje del novelista peruano es que las ciudades eran más iguales de lo que él imaginaba incluso antes de llegar a ellas. Sobre todo cuando las urbes alcanzaban una determinada escala, como han puesto de relieve recientes investigaciones que pueden proporcionar modelos y herramientas para gestionar el crecimiento de las ciudades de una manera sostenible. Algo que necesitamos cada vez con mayor urgencia: según la ONU, a partir de este año, por primera vez en la historia de la humanidad, más gente vivirá en ciudades que en el campo. Y esta evolución es imparable. Las mismas estimaciones apuntan a que más del 80% de la población mundial será urbanita en aproximadamente tres décadas.

Cuando se empezó a analizar las ciudades, o simplemente a escribir sobre ellas, allá por el siglo XIX, la metáfora utilizada más frecuentemente era la de un ser vivo, un organismo capaz de crecer y de cumplir con las funciones normalmente atribuidas a las entidades biológicas. La metáfora evolucionó con el tiempo en herramientas de trabajo para entender algunos aspectos relacionados con el desarrollo de las infraestructuras y de la economía urbana. Sin embargo, ni la metáfora, ni las herramientas desarrolladas durante estos años, bastan para explicar –y predecir- la dinámica que hace crecer o estancarse a las ciudades.

Ahora los apoyos esenciales en esta tarea no proceden de la biología o de la economía, sino de la física que se aplica a la biología o la economía. El punto de partida son las leyes de la escala, cuyo enunciado más simple es que los sistemas, cuando cambian de escala, también cambian de propiedades aunque físicamente permanezcan iguales. A finales del siglo pasado, hace apenas 10 años, Geoffrey West, investigador del prestigioso Instituto de Santa Fe, y Luis Bettencourt del Laboratorio Nacional de Los Alamos, ambos en Nuevo Mexico, empezaron a examinar si las leyes de la escala que funcionaban en la biología también lo hacían en sistemas grandes comparables, como las ciudades. La primera sorpresa que se llevaron fue descubrir que nadie había estudiado a las grandes urbes desde este punto de vista. Se sabía, por supuesto, que las economías de escala tenían un impacto innegable sobre el crecimiento de las ciudades, y que cuando éstas reducían su tamaño, ya fuera por una disminución de los ingresos o por cambios en los mercados mundiales que dejaban en fuera de juego a vastos sectores industriales, aparecía la amenaza del estancamiento. Sin embargo, las economías de escala son un factor más del “metabolismo de las ciudades”, no todo el metabolismo. Y los fundamentos de este último es el que comenzaron a buscar West y sus colegas.

Por fortuna para ellos, cuando encendían los ordenadores de sus despachos, ahí tenían a casi todas las grandes ciudades del mundo. Internet les permitió reunir información de todas ellas a una velocidad y a una escala imposible sin la Red. Tras sistematizar y organizar esa información, comenzaron a elaborar mapas cuantitativos. Y aparecieron algunos aspectos sorprendentes. La infraestructura de las ciudades (el sistema sanguíneo según la visión biológica) reducía su escala en proporción a la de la ciudad a medida que ésta crecía. Es decir, cuanto mayor era la ciudad, menor era la inversión per cápita en estaciones de servicio o en extender calles pavimentadas, por poner un par de ejemplos. Sin embargo, los resultados de la producción económica, de la generación de nuevos conocimientos, de nuevas ideas puestas en valor por empresarios y emprendedores y del ritmo de la innovación (número de patentes, salarios totales, PIB) iba proporcionalmente “por encima” en relación a la escala en aumento de la ciudad.

En otras palabras, como todos sabemos y comprobamos diariamente, cuanto más grande es una ciudad, más aumenta la riqueza y la generación de nuevo conocimiento y, por supuesto, el ritmo de vida. Y, a diferencia de los organismos vivos, mientras estos tienen un mecanismo incorporado que no les permite sobrepasar su escala, las ciudades no: en teoría podrían crecer ilimitadamente. Desde luego que esto no sucede en la realidad. A los periodos de bonanza siguen otros de estancamiento que funcionan como una especie de “mecanismo de contención y limpieza”. Pero nadie sabe exactamente cómo se enciende o se apaga este mecanismo. La diversidad de la actividad humana y de las organizaciones, los factores geográficos y culturales que entran en juego, no se prestan fácilmente a una mera explicación en un gráfico, por más que se le nutra con buenos datos. Por eso, tras una depresión la recuperación nunca está garantizada.

Lo que sí confirman estos modelos con meridiana claridad es que las grandes ideas, las innovaciones más dinámicas, nacen en las grandes ciudades. Y esto se convierte, a su vez, en un inmenso imán que atrae a más gente creativa y a muchos otros sectores que dependen de ella. La escala, pues, importa. Según Bettencourt, es la presencia de emprendedores y profesionales cualificados lo que constituye la razón fundamental para que una ciudad crezca. Si es intelectualmente excitante, atrae a más gente. Las cámaras de comercio, las organizaciones profesionales y las asociaciones empresariales están de acuerdo: es lo que piden para moverse entre ciudades, para aceptar nuevos retos, como comprobó hace poco Barcelona al recibir la demanda de algunas de estas entidades del ámbito europeo para que mejorara sus infraestructuras, una mayor presencia de gente con una elevada formación profesional y solvente en idiomas.

En Europa hay un debate liderado, entre otros, por agencias de urbanismo de Francia, Alemania, Bélgica Suiza y Luxemburgo, que tratan de cambiar la escala de las ciudades mediantes ejes urbanos que agrupen a varias ciudades en estructuras regionales, e incluso entre países. Ésa era también la idea que manejaba la Eurorregión con el objetivo de crear un eje desde Barcelona a Toulouse, Montpellier, quizá Lyon y hasta Ginebra. Ese sueño, al parecer, se quedó en algún cajón. Algunos urbanistas temen que apuestas excesivamente localistas, como la del turismo, haya cegado por ahora aquella opción vitalista que acarició Barcelona.

En el fondo, esta reorientación de la ciudad con el fin de aumentar su escala trata de superar el nefasto ciclo de expansión y estancamiento mediante el uso de recursos para cambiar la forma de la urbe, desarrollar nuevas infraestructuras que enlacen puntos anteriormente a “trasmano” y promover un giro en la actividad económica que genere e incorpore nuevo conocimiento. No cabe duda de que algunas de las respuestas más concretas sobre la naturaleza del crecimiento de las ciudades y cómo gestionarlo de manera sostenible vendrán en parte de la mano de estos modelos que estudian la escala de la ciudad y a las ciudades como redes que cambian escalas.

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