Editorial número 91
Buena o mala invención, no la hizo Villalón
Nos han dejado disfrutar por un rato, pero nos van a quitar el juguete en
cualquier momento. A nosotros y a todos, porque dentro de nada se lo van a
quedar los ricos y los poderosos. Y los internautas de a pie nos quedaremos
con las ganas de seguir jugando o, como máximo, sólo podremos hacerlo con
los restos obsoletos del ciberespacio que nos dejen las grandes
corporaciones. Con diferentes matices, este es el persistente mensaje que
se nos distribuye últimamente desde diferentes centros de reflexión acerca
del posible futuro de Internet y la Sociedad de la Información. La teoría
de la conspiración, tan extendida en el mundo real, acerca de "los
verdaderos propósitos de Internet" o "no puede ser que algo tan bonito sea
para todos, más si lo han inventado los militares de EEUU", parece que gana
terreno entre quienes aparentemente deberían saber al hablar desde centros
de reflexión prestigiosos. El último, y muy influyente precisamente entre
gobiernos, corporaciones e intelectuales, es el Club de Roma, que acaba de
finalizar su reunión anual en Washington consagrada en esta ocasión a la
sociedad global de la información. El informe final, antes de ser aprobado,
fue defendido por Juan Luis Cebrián, consejero delegado del grupo PRISA.
Quien fuera director de el periódico madrileño El País argumentó que el
riesgo de que la sociedad global de la información concluya en manos de
unos cuantos monopolios y oligopolios es real, sobre todo porque las
empresas norteamericanas podrían crear corporaciones transnacionales
capaces de imponerse a los gobiernos nacionales, quienes, para defenderse,
se pondrían autocráticos sobre sus propias empresas e individuos (este
análisis huele más a coyuntura que a prospectiva). El mensaje de la Unión
Europea abunda en estas consideraciones, aunque tiene un ligero perfume
vernácular: en la patria de los monopolios de las telecomunicaciones, de
las corporaciones pública de telefonía, se alerta sobre las alianzas entre
estos gigantes —ahora públicos, semipúblicos, desrregulados, privados,
establecidas o emergentes— que pueden dar al traste con la libertad de que
Internet ha gozado hasta ahora. Según expertos de los diferentes comités
europeos que están estudiando la evolución de la Red, la posibilidad de
crear redes cerradas y controladas verticalmente está cada vez más cerca.
Sobre todo, ahora que el comercio electrónico comienza a convertirse en la
gran hidra del ciberespacio. Bien, para decirlo pronto y simple, no
participo de esta opinión. No descarto que la tentación del gueto digital
exista en las corporaciones transnacionales. De hecho, la experiencia nos
indica que inclinaciones de esta índole vienen impresas en el código
genético de estas empresas. Sin embargo, no está claro que un genoma de
este tipo sea el más adecuado para la sociedad de la información que está
emergiendo.
El mensaje del Club de Roma y de los expertos europeos parece tener como
referente la equiparación entre Internet y las redes telefónicas que
conocemos. Pero, aún así, el mensaje es, cuando menos, confuso. Allí donde
ha habido recursos, como en el caso de los países desarrollados, el
teléfono ha llegado prácticamente a todo el mundo, a pesar, incluso, de que
los teléfonos pudieran jugar un papel subversivo (el señor Hoover es un
testimonio vivo —ahora muerto— de que tanta telefonía podía convertir a
cualquiera con un gramo de poder en un paranoico de muchos kilos). La
tendencia no ha sido diferente ni siquiera en regímenes autocráticos y
dictatoriales, como el Chile de Pinochet o la China de las dos (o tres, o
cuatro) naciones. La razón es simple: el negocio de las compañías
telefónicas no era impedir que la gente tuviera un teléfono (aunque en más
de una ocasión se hayan esforzado en transmitir esta sensación), sino todo
lo contrario.
El caso de Internet es parecido, pero no igual. Hay una diferencia
sustancial entre la red de datos que usamos para comunicarnos y la red
telefónica. El negocio de la telefonía consiste en transportar la voz, como
su nombre indica. La voz entra por una lado y sale por el otro. No queda
nada en el sistema (ni siquiera cuando el "orejas" de turno intercepta una
conversación: o la graba inmediatamente o ya no tiene dónde ir a buscarla).
Lo mismo sucede cuando se envía un fax. Lo que enriquece a la Red de
telefonía es sólo la densidad de las conexiones y el el tráfico que
discurre por ellas como puntos de inicio y de llegada. En Internet, por el
contrario, el objetivo no es que se envíe la información por un lado y
salga por el otro, sino que se convierta en residente en la red en
cualquiera de los casi 20 millones de ordenadores que constituyen su núcleo
central (eran 9,5 millones en el 95 y 5 millones en el 94). Internet es más
rica contra mayor sea el volumen de información que se almacena en estos
ordenadores. O sea, su valor depende del número de usuarios que contribuye
a esta biblioteca y, por tanto, interactúa con ella (con el resto de
usuarios). Volumen de información residente en la Red e interacción, pues,
son los dos factores que justifican su existencia. De lo contrario, ¿quién
daría dos reales por ella?
Por consiguiente, cualquier idea de "cerrar" la Red va en contra de su
operatividad y del negocio de quienes viven de ella. Contra más conectados,
más información se almacena, más posibilidades de hacer más cosas, entre
ellas el comercio electrónico. Pensar que las corporaciones pueden llegar a
"cerrar" Internet es como querer abrir un gigantesco complejo comercial en
el centro de la ciudad para mantenerlo cerrado o abierto sólo para los que
posean ciertas tarjetas que no se distribuirán nunca.
El discurso sobre las pretensiones controladoras de los centros de poder —que habría que definir en términos mucho más concretos— y sus
posibilidades de éxito (se debería estudiar seriamente la política al
respecto de Microsoft, que ya está cosechando más fracasos en sus asaltos
monopolistas a Internet que la CIA en sus conjuras para asesinar a Fidel
Castro: quizá los agentes de entonces son los asesores de hoy de Gates,
quién sabe) olvida que son los propios usuarios quienes han enriquecido
Internet y la han colocado como el eje vertebral (por ahora) de la Sociedad
de la Información. No han sido las corporaciones —ni grandes, ni
pequeñas— ni los señores de los grandes medios de comunicación. De lo
contrario, no se podría entender que este fin de semana se haya congregado
medio millón de mujeres afroamericanas en Filadelfia sin haber realizado
prácticamente ninguna convocatoria pública: la voz se pasó de boca a boca
y, fundamentalmente, a través de Internet. Yo no ví ninguna mención a esta
reunión en la semana previa en The New York Time, el bello web de Microsoft
o en el de la CNN (ojo, se me pudo haber escapado, pero si hubiera querido
acompañar a estas señoras en sus reivindicaciones no me habría enterado por
estas páginas porque la información no era para ellos la más importante).
Cerrar Internet, reducir sensiblemente sus contenidos, mutilar su
interactividad y mantener su elevado interés actual se me antoja un golpe
de magia digno no ya de los grandes centros de poder, sino del Gran Houdini
y el novio de Claudia Schiffer juntos. Si el mundo siguiera siendo igual al
que nos llevó hasta la Guerra Fría, la famosa afirmación conspirativa
"seguro que hay alguien detrás de Internet y al final harán de nosotros lo
que quieran" tendría sentido (que no es lo mismo que sentido común). Pero
ni el mundo sigue siendo aquel, ni los que están detrás son los mismos de
antes, ni pueden hacer mucho sin negociar con los cientos de miles de
usuarios —60 millones ahora— que pululan por Internet. Una negociación
que no es, por supuesto, internauta a internauta, sino con el ciudadano
polivalente que cada vez posee más recursos a su alcance para hacer sentir
sus demandas. Para eso vive en un mundo en red: conectado, interconectado e
interactivo.
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