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Crisis de identidad virtual
Autor: Luis Ángel Fernández Hermana 13/6/2007 Fuente de la información: Madrimasd Organizador:
Madrimasd
Temáticas:
Cibercultura
Internet
Tecnología
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Artículo publicado en Madrimasd++++++++++++++++++++++ No hay nadie en la Red, excepto millones y millones de ordenadores por
los que circulan billones de archivos que se dedican a los más
variopintos oficios. Los archivos mantienen las rutas, designan a los servidores y a los
documentos que estos almacenan, abren y cierran puertas de tránsito
para otros archivos, establecen y cortan conexiones, orientan paquetes
de información que, a su vez, son también archivos. En fin, para
decirlo en dos patadas: que nosotros también, no somos más que unos
meros archivos constituidos por un montón de números. Por nosotros me
refiero a nuestra identidad en la Red, sobre todo a los correos
electrónicos con que nos movemos por ella.
Por alguna razón,
nuestros nombres, apellidos y otros rasgos identificatorios nos pesan
tanto que no soportamos no trasladarlos a la Red, a pesar de que allí
nos basta con unos cuantos números para saber quiénes somos, a los
cuales los podemos cubrir con cualquier "manta", verdadera o falsa. No
es, como en el mundo real, donde un pasaporte o un carnet de identidad
certifican quien es el que está ahí de cuerpo presente. En la Red,
nosotros no somos más que un conjunto de dígitos y, si queremos,
podemos solicitar que esos dígitos digan algo de nosotros o, por el
contrario, que nos enmascaren completamente.
Por tanto, la
identidad virtual es una opción personal. O convertimos nuestro archivo
en una careta o lo hacemos coincidir con determinados rasgos de nuestra
identificación personal, como el nombre, la empresa, la dirección, el
país, etc. Por ejemplo: manolito.perez@refrescostonificantesrefrescaira.es. Eso es casi como un DNI. Pero el mismo Manolito podría adoptar una denominación diferente, craski@yahoo.ru,
y desaparecer de la faz de la Tierra bajo las capas numéricas de la
Red. Lo raro es que no lo haga, porque su estado natural virtual es el
numérico. Esta tensión entre los rasgos identificatorios de la vida
real que se corresponden con un cuerpo bípedo, por una parte, y los del
ciberespacio que se corresponden con un archivo que prácticamente casi
nadie conoce, por la otra, nos han acompañado desde el principio, casi
desde que Jon Postel guardaba los números de los servidores de la
incipiente Red en papelitos o, básicamente, en su memoria de matemático
vocacional.
Y desde entonces, mientras el número de servidores
crecía y se multiplicaba constantemente, así como el de conexiones, de
ordenadores conectados, de la población usuaria, de los servicios,
aplicaciones y herramientas informáticas y ya no digamos la propia
extensión geográfica e imaginaria de la Red... en otras palabras, de
los archivos que constituyen y articulan el ciberespacio, ha ido
aumentando también los intentos de saber quién está detrás de una breve
sucesión de numeritos que manda mensajes, visita páginas web, consulta
determinados bancos de datos, participa en ciertas comunidades
virtuales, compra, oferta, demanda o vende cosas o información a través
de la Red... Llevamos ya treinta años con una buena parte de la
comunidad de ingenieros de informática, a los que ahora se ha unido una
legión de aficionados, detrás de esta especie de grial digital: la
identificación sin ningún género de dudas de cada persona (o perro,
como decía el chiste) que circula por la Red. ¿Es posible?
Pues
el fabricante más grande del mundo de software y sistemas operativos,
residente en Seattle, dice que sí. Al menos un equipo de sus ingenieros
clama haber dado con la tecla justa, valga la redundancia, según
explicaron en la conferencia World Wide Web 2007 que se celebró en
Banff, Canadá. Y para abrir este cofre -y esto es lo más interesante
del asunto- han tenido que acudir en busca de otras disciplinas
científicas, de otras áreas de conocimiento, para que les iluminara el
camino porque, a fuerza de programación, la cosa no pintaba bien. Como
siempre, la primera llave fue la correlación entre las páginas que la
gente suele visitar o, más precisamente, la información que suele
demandar, y sus características personales. Por ejemplo: se sabe, por
análisis probabilístico y empírico, que más hombres que mujeres buscan
resultados o información de fútbol en la red (y que, al mismo tiempo,
se toman una cerveza, podríamos añadir tan sólo para enriquecer un poco
el dato). No es mucho, pero por algo se empieza. Si se aumenta la
potencia del análisis probabilístico con información procedente de
muchos otros campos, como la antropología, la sociología, la biología
(dinámica de población, entre otras cosas), la física (conformación y
disgregación de redes complejas según objetivos constantes o efímeros),
etc., entonces los perfiles pueden refinarse considerablemente.
Si
a esto le añadimos que esta información puede alimentar la programación
de nuevas "cookies" capaces entonces de quedarse con información del
pasado y el futuro de cada visitante (desde qué pueblo virtual vino, y
hacia cuál va, no importa si se pasó cinco o 25.000 pueblos, en cada
caso), la cosa empieza a ponerse de color castaño oscuro. Eso es
precisamente lo que han empezado a proclamar desde expertos en
seguridad hasta diversas y diferentes organizaciones defensoras de
derechos civiles: las leyes de muchos países no permiten que se recabe
determinado tipo de información, y estos programas podrían pasar
fácilmente la raya, pues sabrían quién es tal o cual cibernauta a
partir de sus consultas de paginas médicas, financieras, científicas,
educativas... lo cual arroja perfiles con una potencialidad enorme y no
sólo desde el punto de vista comercial.
Ahí estamos, pues,
otra vez: tratando de dilucidar si en un mundo de archivos virtuales
debería respetarse que se nos conozca como nacemos, la simple y directa
denominación digital que cada uno escoja, para mantenernos a cubierto
cuando revelamos tanto al navegar por un mar de información que, en el
fondo, dice mucho más sobre cada uno de nosotros que cualquier
pasaporte o carnet de identidad. Esta sí que será una historia
interminable.
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