Editorial número 85
Acometa quien quiera, el fuerte espera
7,2 millones de alumnos y 480.000 profesores vuelven estos días a las aulas
en España. Por ellas corren aires de cambio, pero estas ventoleras todavía
no son digitales, a pesar del cúmulo de promesas que se vierten tanto desde
el gobierno central como desde los gobiernos autonómicos. Promesas a veces
tan vagas y estupendas que no queda muy claro de qué se está hablando. Lo
primero que salta a la vista es que los administradores suelen poner una
cara muy satisfecha cuando ofrecen "escuelas interconectadas a Internet"
sin aclarar mayormente quiénes estarán conectados en concreto dentro de
cada escuela y con qué equipamiento. De todas maneras, la oferta de
conexión frecuentemente parece colmar las más altas aspiraciones oficiales
del viraje hacia la educación digital. A veces, esta medida se la adorna
con un lenguaje "digitalmente correcto". El Ministerio de Educación, por
ejemplo, quiere poner en marcha un proyecto experimental denominado, cómo
no, Aldea Global, que hace plena justicia a sus objetivos: conectar las
escuelas rurales, o sea las aldeas. Para las zonas más ilustradas y
acomodadas del país, el proyecto cambia el nombre por el más civilizado de
Atenea y cuenta con la inestimable colaboración de Telefónica. Es decir,
los centros escolares se conectarán a través de Infovía o no se conectarán.
Si la historia reciente nos sirve de algo, pareciera que estamos otra vez
en la era en que pavimentamos carreteras, pero no nos dedicamos a fabricar
coches, cochecitos, cochazos, autobuses y autobusazos. Por tanto, tampoco
enseñamos a la gente a conducir (¿para qué?). Todo lo cual, traducido al
lenguaje del ciberespacio, quiere decir que en este sector tan fundamental,
estratégico, como es el de la educación, todavía no escuchamos de labios de
nuestros administradores indicaciones claras que se refieran a los
contenidos de la educación digital, a la preparación de alumnos y
profesores para este proceso que lleva todas las trazas de convertirse en
el eje vertebrador de la sociedad de la información y, por tanto, no
estamos en el proceso de creación de la cultura digital propia de este
ámbito. Es una forma diferente de propalar a los cuatro vientos la
funeraria sentencia "¡Qué innoven ellos!". Ellos son los que traerán los
coches, los conducirán por nuestras carreteras y nos dirán adónde tenemos
que ir, por qué y cómo debemos comportarnos. Ellos son, desde luego, los de
siempre: la industria de la información que lleva tiempo trabajando en el
complejo mundo de la educación digital en EEUU y que está acopiando una
experiencia valiosísima, como podremos apreciar dentro de poco a menos que
las cosas cambien mucho.
No hace falta ser un lince para evaluar que la educación será uno de los
grandes campos de batalla, si no el más grande, dónde se dirimirá la
supremacía por los contenidos en las redes digitales. Estos contenidos
están destinados a conformar una poderosa visión del mundo entre quienes, a
los pocos años, saldrán de las aulas para medirse con realidades
presenciales y virtuales asumidas por el sistema educativo con una
inmediatez y velocidad como jamás antes pudo producirlas.
Mientras es comprensible la preocupación por procurar un entorno escolar
interconectado por parte de las autoridades, lo es menos su escasa
participación activa en desarrollar una industria educativa en nuestra
propia lengua. El desafío reside en potenciar este enclave y no en la
fascinación por la tecnología que, por lo general, es el mensaje interesado
de las operadoras telefónicas, más preocupadas por extender
infraestructuras propias que en lo que viaja por ellas.
El desafío de los contenidos no es "sine die". Estamos viendo cómo en
apenas dos años, miles de escuelas, sobre todo en EEUU (pero también unas
cuantas aquí), se han apoderado de un vasto rincón del ciberespacio y allí
ensayan la que, sin duda, será la educación de pasado mañana. Este
movimiento goza del empujón decidido de una industria que ha probado sus
armas en el campo del ocio y el entretenimiento y que ahora se dispone a
ingresar en las aulas desde las primeras edades de la escolaridad. Por eso,
la visión largo placista de algunas administraciones (en España, todas)
sobre el ritmo de introducción de la educación en red tiene tonos suicidas:
contra más se tarde en poner en pie los mimbres de este edificio, más
rápidamente seremos colonizados por contenidos educativos desarrollados al
amparo de otras concepciones del mundo, de otras culturas, cuyas
características conocemos de sobra a través de otros medios.
La masa crítica necesaria para ganarse un hueco en este mercado existe,
pero con tal grado de dispersión y con un déficit de recursos y apoyos tan
clamoroso que le resulta imposible actuar como masa y por eso atraviesa una
situación crítica. Si en los próximos dos años este escenario no ha
cambiado radicalmente, esos "tradicionales" defensores de nuestra cultura
ante la invasión del colonizador, que tanto pecho suelen sacar en los foros
europeos, tendrán trabajo de sobra: sus propios hijos les enseñarán en casa
dónde cometieron el grave error hoy.
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