Editorial número 83
(Sexto artículo de siete sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo.)
Teléfono rico, teléfono pobre (17-6-1997) Redes sostenibles (24-6-1997) De cumbres y valles (1-7-1997) La teledensidad, un nuevo criterio para medir la riqueza (8-7-1997) Ponga un vigilante en su compañía telefónica (15-7-1997) El salto de la rana (9-9-1997)
Cuando dos pleitean, un tercero saca provecho
La deformación profesional es un pesado lastre. A pesar de que me prometí
unas vacaciones de pleno relajo y relax (que no es lo mismo), no pude
evitar echarle un vistazo a la parte virtual de Sudáfrica, y eso que la
real que se desplegaba ante mis ojos ya era de por sí fascinante. Pero la
cabra tira al monte y la hiena al despojo, y uno tiene que estar a la
altura de esa explosión biológica tan patente por doquier en el continente
africano. Sudáfrica es el 16º país del mundo en el uso de Internet en
términos del número de hosts y dominios. Su distancia respecto al resto de
los países del continente es sideral, tanta como la que existe entre
países industrializados y en desarrollo. Tiene, por tanto, las
características de uno de los primeros, pero todo los lastres de los
segundos. Lo que suceda con Internet en el país de Mandela será, sin duda,
un ejemplo muy importante para todos sus vecinos, que reconocen el papel de
locomotora económica que Sudáfrica puede ejercer en la región. De ahí la
importancia que tiene la decisión que debe tomar el gobierno de Pretoria en
estos días sobre si "nacionaliza" Internet o, por el contrario, acepta que
la Red sea un espacio abierto y desrregulado. La mayor fuerza en pro de la
nacionalización es, previsiblemente, el Ministerio de Comunicaciones y su
ariete la compañía telefónica sudafricana Telkom, que el año pasado recibió
el privilegio de ejercer un monopolio sobre los servicios de
telecomunicación durante cinco años. Telkom, a imagen y semejanza de
Singapur, pretende crear una estructura en la que incluso sería necesario
registrar cada nueva web y recibir una licencia para mantenerla en la Red.
Como es lógico, la industria de Internet y cientos de usuarios se oponen
abiertamente a esta pretensión que estrangularía el desarrollo de la Red en
el mismo nido, mucho antes de que desarrollara las alas para volar. Sin
embargo, el debate que actualmente tiene lugar en Sudáfrica, aunque muy
parecido al que tiene lugar en muchos otros países en desarrollo, posee una
serie de rasgos propios, producto, sobre todo, de las enormes disparidades
legadas por el criminal sistema del apartheid.
Para empezar, la mayoría de las ciudades blancas siguen siendo
apabulladoramente blancas, salvo la gran excepción de Johannesburgo.
Alrededor de ellas continúan las aglomeraciones urbanas negras sometidas
todavía a los rigores originados por el despropósito de la segregación. La
falta de comunicaciones y transporte, de servicios básicos y elementales,
tiñen el paisaje con contornos muy definidos: millones de personas emplean
una parte sustancial de su jornada laboral caminando de un lugar al otro,
kilómetros y kilómetros cada día. La máquina del apartheid dejó el terreno
humano calcinado y la prioridad ahora no es tanto reconstruir el tejido
social, sino construirlo casi desde cero. En este entorno, las prioridades
se atropellan unas a otras y la agenda política sufre los avatares propios
de la joven democracia y de su pesada herencia: junto a medidas de una
urgencia innegable y una necesidad perentoria, cada vez aparecen más casos
de corrupción administrativa y de tramas bien organizadas dedicadas a
sifonear recursos económicos hacia el sector menos iluminado de la
economía, ya sea directamente sus bolsillos o el mercado negro.
Internet, como no podía ser de otra manera, es otro barquito más en estas
agitadas aguas. Con la diferencia sustancial de que se trata de una
herramienta de valor estratégico para afrontar los problemas de desarrollo
económico y social que hoy están en el centro de las preocupaciones del
país. Sin embargo, este papel de la Red no está claramente asumido en los
centros de decisión (cosa que homologa a Sudáfrica a, por ejemplo, Europa),
donde comunicaciones, transportes (reales y virtuales), telecomunicaciones
y Sociedad de la Información conforman un confuso paquete, excepto en el
sector más opulento de la población. El saldo, por ahora, es una grave
profundización de la sima que separa a los infoalfabetos del resto de la
población. Como sucede en otros partes, la cuestión ya no estriba en la
utilización mayor o menor de artefactos, equipamientos o infraestructuras,
sino en la densidad de la información gestionada por cada individuo u
organización conectada a las redes. Ahí reside, precisamente, el potencial
equilibrador que puede prestar Internet a las políticas de desarrollo y, a
la vez, su papel multiplicador de desigualdades si no se implementan
políticas destinadas a diseminar la interconexión y la interactividad
entre los conectados.
Por eso, los conflictos que se están desarrollando en Sudáfrica alrededor
de la Red, ya sea la pretensión de Telkom de controlarla o la oposición a
esta medida, reflejan en el fondo distintas visiones sobre el modelo de
desarrollo en el contexto de la globalización de la economía. Por una
parte, las tendencias más autoritarias del gobierno de Mandela no quieren
abrir totalmente un cofre al que suponen depositario de riquezas todavía no
catadas. Por la otra, los sectores empeñados en crear comunidades virtuales
industrialmente robustas y socialmente independientes temen un ataque de
raquitismo repentino si no pueden competir con la avalancha que procede
desde el exterior. Curiosamente, ambas partes reconocen que la educación y
la ciencia sí deberían contar con ventajas comparativas frente al sector
privado, aunque ello afecte el sacrosanto lema de la competitividad, que
unos y otros se lanzan inmediatamente a la cabeza cada vez que quieren
justificar sus respectivas posiciones.
La decisión final sobre el futuro de Internet en
Sudáfrica depende en gran
medida de la Autoridad Reguladora de las Telecomunicaciones de
Sudáfrica
(SATRA). Esta entidad pública está dirigida por un hombre cuyo perfil
describe con trazos inequívocos el particular escenario político
sudafricano. Nape Maepa se marchó a EEUU en 1965 donde se doctoró como
ingeniero electrónico. Durante 20 años trabajó en Kansas City y fue
presidente de una empresa de ingeniería durante tres años. En 1993, el
año
previo al de las elecciones y el más violento del agonizante régimen
blanco
(hasta el punto que muchos expertos dudaban que la cita electoral
llegara a
celebrarse), regresó a Sudáfrica para unirse a un grupo de empresarios
negros del African Telecommunications Forum. Fue director de Fundis
Community Development, una iniciativa creada para estimular el
desarrollo
económico en áreas pobres, y de Vulindela Bulatsela Corp., una entidad
que
ayuda a las empresas negras a buscar asociados en la industria de
tecnología punta. Maepa es uno de los convencidos de que Internet,
según sus palabras, "será un arma para reparar el legado del pasado,
sobre todo
en la educación". Lo cuál no da ningún indicio acerca de sus
intenciones
respecto al marco legal de la Red.
Mientras tanto, las telecomunicaciones siguen jugando su papel dinamizador
de la economía sudafricana, tanto de la que se ve como de la que no se ve.
La Nueva Sudáfrica ha puesto en pie una vasta estructura de crimen
organizado que tiene su sede central en Johannesburgo. La imposibilidad
material de satisfacer las enormes expectativas despertadas tras las
elecciones, el paro galopante entre la población negra, la descomposición
de la policía y los cuerpos paramilitares, la corrupción administrativa y
el empobrecimiento de industrias que vivían al amparo de las políticas
discriminatorias, han creado el necesario caldo de cultivo para alimentar a
un mercado negro perfectamente organizado en la cúpula que vive de la tasa
más alta de criminalidad callejera del mundo. El cotidiano secuestro de
coches con liquidación del conductor "in situ" si es necesario, los asaltos
a furgones blindados por bandas de hasta 50 individuos totalmente
pertrechados, o el desmantelamiento de kilométricos tendidos de cable para
recuperar el cobre, tiene su continuidad en canales de distribución
cuidadosamente "aceitados" que colocan la mercancía con prontitud y
debidamente procesada ya sea en Singapur, Bélgica o donde exija la demanda.
Los Mercedes y BMW son los favoritos de los secuestradores de autos. Para
combatir este negocio en concreto del crimen organizado, los fabricantes
ahora incrustan un microchip en cada coche para que pueda ser perseguido
por satélite en caso de robo. Todo el mundo aguarda ahora a la previsible
respuesta que las "mafias" darán a esta particular incursión de la Sociedad
de la Información en sus negocios, basados, por cierto, en un dominio
apabullante de los recursos más avanzados de las telecomunicaciones.
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