Editorial número 76
(Primer artículo de siete sobre el impacto de las telecomunicaciones en los países en desarrollo.)
Redes sostenibles (24-6-1997) De cumbres y valles (1-7-1997) La teledensidad, un nuevo criterio para medir la riqueza (8-7-1997) Ponga un vigilante en su compañía telefónica (15-7-1997) El legado del apartheid (2-9-1997) El salto de la rana (9-9-1997)
Dormir es distraerse del mundo (Jorge Luís Borges)
La relación entre telecomunicaciones y desarrollo económico parece
evidente, pero, por si hubiera alguna duda, hay varios estudios sobre el
tema, cada uno realizado con el librillo de su respectivo maestrillo, que
llegan indefectiblemente a la misma conclusión: sin telecomunicaciones no
hay desarrollo económico y sin desarrollo económico las telecomunicaciones
son un lago estanco. Por tanto, este sector (antes denominado de telefonía)
se está convirtiendo en una de las varas más certeras para medir el lugar
que cada uno, individualmente y como país, ocupa en el mundo. El problema
comienza a la hora de decidir cómo se engarzan ambos factores
(telecomunicaciones y desarrollo económico) para estimular su
funcionamiento, sobre todo cuando nos referimos al Tercer Mundo. Éste y en
los próximos editoriales estarán dedicados a esta cuestión trascendental,
tras la que han comenzado a alinearse poderosos consorcios financieros y
tecnológicos que se aprestan a librar un singular combate: un nuevo reparto
del mundo, y sobre todo del mundo en desarrollo, a partir de su
incrustación en el modelo global de las telecomunicaciones. Como es lógico,
tanto las escaramuzas como las batallas nos afectarán directamente. De
hecho, nos obligará a tomar parte (por omisión u acción) en esta nueva
versión de la distribución de recursos entre las zonas ricas y pobres del
planeta, entre el Norte y el Sur del ciberespacio.
En febrero de este año, 69 países del mundo (42 de ellos del mundo en
desarrollo) acordaron abrir sus puertas de par en par a las operadoras
telefónicas extranjeras a partir del 1 de enero de 1998. La decisión se
tomó en Ginebra en el marco de la Organización Mundial del Comercio. Esta
fue la culminación de un largo proceso de negociación, presión y acogotamiento de parte del Tercer Mundo por parte de los países
industrializados. En el acuerdo primó el principio de que el sacrosanto
mercado debe regular el sector de las telecomunicaciones a todos los
niveles, desde el local hasta el global. El pistoletazo de salida fue la
Conferencia Mundial para el Desarrollo de las Telecomunicaciones (CMDT) que
se celebró en Buenos Aires en marzo de 1994 organizada por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT). Allí, los gobiernos del Tercer
Mundo recibieron un claro mensaje a través del Banco Mundial y EEUU, que
desplazó hasta la capital argentina a su principal portavoz, el
vicepresidente Al Gore: o abrían las fronteras al proceso liberalizador de
las telecomunicaciones o sentirían todo el peso de los poderes que mueven
los hilos del comercio mundial. Durante 10 días se trató de forjar un
"frente de resistencia" que favorecía una salida híbrida más acorde con las
realidades económicas de nuestro planeta: combinar las leyes del mercado
para modernizar el sector de las telecomunicaciones junto con criterios de
índole social que, de otra manera, podrían quedar postergados "sine die"
ante el paso avasallador de las ruedas del "progreso". De hecho, la
discusión giró acerca de si las telecomunicaciones iban a significar
desarrollo económico para países lastrados por una desmesurada deuda
externa o para las operadoras y los naciones sede de estas compañías.
En Buenos Aires se apuntó a eventos que han cuajado plenamente desde
entonces. Internet, que ya se adivinaba como una herramienta crucial en las
telecomunicaciones, podría derivar hacia un uso intensivo de recursos
electrónicos que ahondara la sima entre ricos y pobres. La explosión de la
WWW (en aquel entonces todavía una criatura en pañales) y, más
recientemente de las tecnologías "push", han venido a confirmar los temores
del Tercer Mundo. La cuestión ahora ya no estriba solamente en incrementar
el número de teléfonos (una parámetro al que es muy afecta la ONU), sino
también el de los servicios telemáticos con velocidades y costos
competitivos.
Para lo cual no se puede olvidar que hoy día el 75% de los teléfonos de
todo el mundo están en 8 países industrializados, que más de 600 millones
de personas jamás han realizado una llamada telefónica y más de la mitad
del planeta no sabe lo que es el fax. Internet queda en una zona brumosa,
tanto como el propio concepto de desarrollo económico para casi 2/3 de la
población mundial. En Tanzania, por ejemplo, hay 3 teléfonos por cada mil
personas, la mitad de los cuales están en la capital. El término medio de
espera de una instalación es de 39 años. Por tanto, nadie discute que la
necesidad de atraer inversiones a estos anticuados sistemas telefónicos es
de una urgencia brutal. Cuando se dice que no hay desarrollo sin
telecomunicaciones y no hay telecomunicaciones sin ciertos polos de
desarrollo, se está afirmando un concepto mucho más vasto que afecta a la
globalidad de los recursos naturales, humanos, agrícolas, industriales y
sociales de todos los países. Pero lo más desfavorecidos temen las
tendencias más obvias, aquellas que la historia del capitalismo ha
certificado una y otra vez: la inversión económica, librada a su propia
dinámica, busca la rentabilidad a corto plazo. Este principio, traducido al
campo de las telecomunicaciones significa que las operadoras extranjeras se
abocarán, en primer lugar, hacia los sectores más "cremosos" dentro de cada
país, lo cual, a la vuelta de unos pocos años, ahondará aún más las
diferencias entre los ricos en recursos y los pobres que aspiran a
disfrutarlos. Si las necesidades de estos no entran en los planes
estratégicos determinados por el mercado, la sima se tornará todavía más
difícil de salvar por el efecto multiplicador que tienen las
telecomunicaciones sobre la economía.
En una de las proyecciones más aceptadas sobre la relación entre ambos,
conocida como la curva de Jipp, por cada 1000 dólares de aumento del
Producto Interior Bruto (PIB) se predicen 2,24 líneas adicionales por cada
100 habitantes. El problema es que los países en desarrollo deben gastar
casi 500.000 millones de dólares a lo largo de esta década en modernizar
sus equipamientos para poder atraer inversiones significativas con vistas
al futuro. Y este masivo presupuesto apenas elevaría el promedio a 14
líneas de teléfono por cada 1000 personas, una cifra que habla bien a las
claras de la grave dimensión del problema.
Por otra parte, el asalto de las operadoras al mercado mundial parece estar
determinado por factores ajenos al mero imperativo altruista de "favorecer"
el desarrollo económico de los países del Tercer Mundo. Hasta hace poco, el
crecimiento mundial de líneas telefónicas principales registraba una
aceleración progresiva, del 4,5% en 1983 al 5,2% en 1991. En 1992, la tasa
de crecimiento de la red telefónica experimentó una ligera baja que, según
los expertos, se debió probablemente a la recesión económica y al hecho de
que muchos países desarrollados ya pisaban la orilla de la saturación del
acceso universal en sus redes telefónicas de enlaces fijos.
Sin embargo, esta desaceleración también se pudo deber a una pausa impuesta
por el ritmo de sustitución de los servicios tradicionales por otros
nuevos, como la comunicación móvil y las redes de transmisión de datos.
Durante 1992, mientras las líneas mundiales de telecomunicación crecían en
27 millones, la red mundial (en realidad, el grupito de países ricos) se
incrementaba en 6 millones de nuevos abonados móviles. Ambas cifras
resultan en una continua aceleración de la tasa total de crecimiento del
sector, en un escenario donde el número de operadoras de gran envergadura
se reduce como resultado de las medidas de liberación introducidas en sus
respectivos países y, por consiguiente, la competencia entre ellas comienza
a empujarlas hacia un combate a vida o muerte en el exterior. En este
marco, los países en desarrollo aparecen como una víctima propiciatoria.
Sin duda, para muchos de ellos las nuevas tendencias representarán un
impulso fenomenal a sus aspiraciones por compartir recursos de los que se
han visto privados debido a sus débiles infraestructuras, sometidas a
vaivenes del comercio internacional que nunca han controlado. Pero los
riesgos, a la vez, también son descomunales: la multiplicación de regiones
claramente identificadas con los rasgos más sobresalientes del Norte y el
Sur en el interior de sus respectivos países y de estos en relación con el
concierto mundial de naciones.
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