Editorial número 74
Los duelos con pan son menos (Don Quijote, xiii, parte II)
La nueva generación de productos mediáticos de la Web han comenzado a salir
de la incubadora y algunos ya tienen incluso unas patitas muy
desarrolladas. Se les conoce como tecnología "push" (empujar), término que
amenaza con ganarse un lugar al sol en cualquiera de las versiones de la
lengua digital. El "push", como ya casi todo el mundo conectado debería
saber, consiste en la habilidad de hacer llegar al dispositivo electrónico
del internauta lo que éste desee de la web, así como lo que ni siquiera
sabe que existe y que, por tanto, en principio no quiere ni tiene el deseo
de querer, pero le resulta imprescindible cuando lo recibe. El "push" ha
generado ya una buena derrame de bits para analizar sus implicaciones.
Encabezado por PointCast —el salvapantallas que muestra información
previamente extraída de un servidor y almacenada en el disco duro del
usuario—, la patrulla de estas tecnologías ha ido engrosando
considerablemente sus filas en los últimos meses. Algunas de ellas,
salvando las distancias más evidentes, se parecen cada vez más a la
televisión. Otras, todavía dejan un repertorio de oportunidades a la
iniciativa del internauta. Pero todo ello ocurre en el coto cerrado de un
potente emisor lanzado a la búsqueda implacable de una audiencia
consumidora de información. Contra más contrastado sea el perfil de ésta,
mayores garantías de éxito. Y como el perfil en el ciberespacio se
confecciona a medida que el correspondiente "push" gana público, la
audiencia se parece cada vez más a la que prolifera alrededor de una
pantalla de televisión. Pareciera que, poco a poco, la Red comienza a
escribir una nueva historia en su precoz y vertiginoso desarrollo: la de
las "baby-media-corporations" que, dentro de un horizonte previsible de
pocos años, llevan camino de convertirse en las grandes protagonistas del
nuevo paisaje mediático engendrado por Internet. Libres por ahora de
contratendencias significativas que limiten su proliferación, su dispersión
apunta a la reproducción de un mapa comunicacional bastante conocido,
aunque dominado por nuevos actores y por nuevas empresas. La tecnología,
como ha sucedido en otras instancias, comienza a imponer su ley: la
capacidad tecnológica de emitir información por grupos altamente preparados
para la tarea, con una gran absorción financiera e innovadora, a la caza de
un tipo de consumidor que no le hace ascos a convertirse en el gerente
individual no pagado de las empresas que van a ofrecerle el paraíso
digital, es un cóctel irresistible ante el que incluso The Economist
comienza a rendirse. En el fondo, este proceso se apoya en una vieja
semilla en busca de un nuevo campo de cultivo: la información es más
poderosa (y valiosa) cuan más tajante es la división entre los emisores y
los consumidores. ¿Germinará?
Esa es una de las cuestiones que, indirectamente, aborda la revista
británica. The Economist es uno de los medios más influyentes en
los círculos de "toma de decisiones" del mundo y, hasta ahora, uno de los
más escépticos ante las posibilidades de Internet, tema al que ha dedicado
extensos reportajes. La brújula ha comenzado a decantarse hacia las
bondades de la Red no cuando el comercio electrónico comienza a cuajar como
una realidad (desde hace dos años, cualquiera con un par de ojos —y ellos
tienen muchos apuntando a esta dirección— podía ver que la resolución de
problemas menores de seguridad sería la espoleta que propulsaría el
comercio hacia un medio tan natural como un mercado mundial interconectado
las 24 horas del día), sino cuando este comercio, domado por las
tecnologías "push", devuelve el poder de la comunicación a ciertos centros
distribuidores de información "individual" como parte de un amplio paquete
en el que se incluye el ocio, el trabajo, la posibilidad de hacer dinero y,
por supuesto, la compra cortada a medida. No hace falta ser un lince para
evaluar la enorme importancia que tendrán en la evolución futura de la web
estos centros emisores hipermedia, hipercontenido, hiperpoblados y, por
supuesto, hiperseguros.
¿Significa esto la muerte de la WWW tal y como la hemos conocido en estos
dos últimos años? Los argumentos en favor y en contra son por ahora tan
etéreos como la proyección de la población de Internet para dentro de 10
años. No obstante, el resultado definitivo de las tendencias actuales
gravita en gran medida alrededor de un factor que suele soslayarse casi con
negligencia: el desarrollo urgente de herramientas sencillas y accesibles
de publicación en la web (o lo que la sustituya) que convierta a cualquier
internauta en dueño de su voz. En una interesante entrevista en la revista
Time (19 de mayo de 1997), Tim Berners-Lee, el creador de la WWW, pone el dedo en la
llaga cuando dice: "[Nuestra] idea original era la de trabajar junto con
otros. La web se pensó como una herramienta creativa", cooperativa, en la
que cualquiera podía colocar mensajes o documentos hipertextuales
dirigidos, por ejemplo, a sus colegas de trabajo, amigos, familiares, etc.
Sin embargo, prosigue el científico, ha comenzado a prevalecer una
estructura jerárquica porque llega un momento en que alguien tiene que
"poner" la información en la Red y nos convierte a los demás en
consumidores. Robert Cailliau, quien colaboró en el proyecto con
Berners-Lee en el CERN, no se muerde la lengua y dice, con dolor de padre,
que esta evolución ha significado "un absoluto desastre para la web".
Posiblemente ambos amplifican su crítica porque ellos parieron a la
criatura y les ha salido rana. No encuentran la forma de recuperar al
príncipe que llevaba adentro. Pero saben que el beso mágico tiene que
propinarse en forma de editores de páginas web tan sencillos como los
procesadores de textos y que, al mismo tiempo, se puedan colocar en
Internet con la misma facilidad con que se saca una copia por la impresora.
Esto incrementaría radicalmente la capacidad emisora de los millones de
internautas que por ahora navegan con el viento de cola del correo-e, las
listas de distribución y otros foros virtuales, mientras dejan que los
comerciantes del templo "push" acoten la web con alambrado digital. En esta
aventura, los profetas del "empujar" cuentan con la complicidad abierta de
las corporaciones telefónicas, así como el de otros poderes económicos y
políticos. En el mundo que ellos prefiguran, no importa el número de
navegadores ni su compatibilidad entre ellos, sino las tarifas que
determinarán a qué servicios se accede, en qué circunstancias y para qué.
Uno de los primeros sectores que sufrirán en carne propia semejante
orientación será el de la educación. Pero, a la vista de los servicios
"push" que han aparecido por ahora en Internet, no parece que ésta sea una
de sus preocupaciones fundamentales.
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