Editorial número 65
Con latín, rocín y florín, andarás todo el mundo
Antes de leer lo que sigue, ruego a quien abrigue intenciones de
suicidarse, cometer una violación, cohabitar sexual o espiritualmente con
extraterrestres o simplemente mirar torvamente a su progenitor, tenga a
bien escribir una carta al juez eximiéndome a mí y a Internet de cualquier
responsabilidad en semejantes menesteres. La petición no es gratuita: me
dispongo a continuar con el tema de la infoangustia —algunos de cuyos
síntomas dibujamos en el editorial de la semana pasada— y sus terribles
secuelas, como nos demuestran repetidos y trágicos sucesos de dominio
público que nuestros familiares y conocidos no cesan de recordarnos
(algunos de los cuales deberían estudiar más el extraño comportamiento de
los cometas y preocuparse menos por la maldad intrínseca de Internet: a fin
de cuentas, están tan cerca de lo uno como de lo otro y, puestos a elegir,
ese tipo de astros agita al menos las genuinas preguntas existenciales,
como de dónde venimos, a dónde vamos y, sobre todo, para qué).
La explosión informativa causada por Internet está dejándonos con una
atmósfera cada vez más enrarecida de bits. Y a medida que pasan los días,
las cosas van para peor. En estas circunstancias, el cuerpo se resiente y
no tiene nada de extraño la aparición de ciertos malestares, como la
infosaturación, la infoangustia o el infoestrés, por mencionar sólo tres
patologías que dentro de poco incluso serán admitidas en los tribunales
como causa de divorcio (o como atenuantes o agravantes de delitos de tipo
penal). Ante este panorama, qué menos que exigir una cierta calidad a la
información que uno respira. El problema estriba en establecer parámetros
cuantificables que nos permitan medir esa calidad. Para lo cual resulta
necesario, en primer lugar, examinar de donde procede dicha información a
fin de calibrar qué tipo de filtros y dónde hay que colocarlos. Lo que sí
parece clara es la meta: se trata de acceder a información que se ajuste
perfectamente a las necesidades de cada uno, sin un excedente de bits no
deseados o no solicitados que ensucien el mensaje. O sea, sin la
excrecencia de lo que muchos denominan información basura.
Al examinar la procedencia de la información, nos encontramos con un primer
rasgo curioso: el ciberespacio ha convertido en más importante el lugar de
llegada que el de salida. Mediante el sencillo expediente de una conexión
telefónica y el tecleo de unas cuantas letras, nos lanzamos a una piscina
repleta de bits donde nadamos todos los conectados, sin excepción. Dicho de
otra manera, la información y el conocimiento se han democratizado hasta
extremos insospechables no por su origen sino por su destino. Este es un
dato fundamental. Las barreras sociales, económicas, políticas, gremiales,
de clase, nacionales, ciudadanas, de vecindad, religiosas, culturales... en
fin, todos aquellos coladores que antes nos mantenían al resguardo de los
vientos indiscriminados de la información y el conocimiento, han
desaparecido. No sólo en principio, en cuanto enunciado metafórico. Sino en
la práctica, en cuanto enunciado literal.
Una revista como en.red.ando, por ejemplo, puesta en un quiosco, sólo le
interesaría a un cierto tipo de gente y a algún curioso despistado. Como
sucede con cualquier periódico o revista. Además, se vendería sólo en
ciertos lugares de ciertas ciudades y, desde luego, de un sólo país. La
transnacionalidad de este tipo de empeños en el mundo presencial sólo está
reservada para medios de unas ciertas dimensiones económicas. La misma
iniciativa, llevada a la Red, se convierte por arte de birlibirloque (o
mejor, bitlibitloque) en un producto global y abierto a cualquier persona
conectada. Es decir que no sólo la diversidad de los interesados se
incrementa, sino que la susceptibilidad de estar expuestos al medio es
total, sin que medien otras condiciones que el propio acceso a la Red (y
las naturales consideraciones lingüísticas). A través del mecanismo de la
interactividad y del correo-e, entre otros, lo más seguro es que, aunque el
medio de comunicación en cuestión no nos interese lo más mínimo, nos va a
llegar alguna noticia de su existencia y —según el arte del responsable—
con los adornos suficientes como para despertar un apetito informativo que
ni siquiera sospechábamos en nosotros. En condiciones de red, la
información particular incrementa la entropía informativa global. Los
mismos que pedimos infocalidad, degradamos la atmósfera digital al enviar a
ella esta petición que, automáticamente, crea las correspondientes
subdivisiones entre quienes la consideran basura o interesante tan sólo a
partir de sus propias percepciones. Pero no por razón del emisor, sino por
el mero hecho de la predisponibilidad a encontrarla en un territorio sin
fronteras de ninguna clase. Antes, bastaba mirar (o que nos indujeran a
mirar) para otro lado para escabullirnos de esta contaminación.
Esta nueva situación nos expone de golpe, en principio, a todo el volumen
de información existente en la Red (y parte de la de fuera asociada a
ella). No existen factores discriminantes, ni selectores de otro tipo que
nos ayuden a decidir cuál es "nuestra" información, la que nos corresponde
por "derecho propio", tal y como ocurre en el mundo presencial. Convivimos
con información que, independientemente de nuestro juicio al respecto, es
vital, sustancial o básica (o todo lo contrario) sólo para grupos de
población con los que, posiblemente, no hayamos tenido mayor contacto que
el de referencias lejanas por la prensa, la literatura, el cine o... la
fantasía. De repente, todos están ahí. Y todos están hablando. Es como si
la vida, con todos sus matices, colores y formas, se hubiera zambullido en
una botella y nos permitiera contemplarla con un sólo golpe de vista. Sólo
que nosotros también estamos dentro. Es un fenómeno especular inabarcable
que, al parecer, algunos no pueden resistir. Y su forma de marcar
distancias es levantando una frontera entre la información de calidad (la
que satisface las necesidades propias) y la infobasura (el resto). Pero si
la vida fuera tan sencilla como eso, entonces no habría urdido una
estructura tan compleja como el ciberespacio...
¿Cuáles son las salidas, pues, para descartar información redundante, útil
para otros, aunque no para nosotros, ajena o indiferente? Una posibilidad
es volver a saltar fuera de la botella, huir de este embrollo y recrear
otra vez el entorno de información de la era pre-digital. Difícil trago
porque el veneno que inyecta Internet es precisamente ese del que se quiere
huir: el escaparate fascinante de la diversidad humana y de su multitud de
formas de acometer la empresa de la vida. Volver al mundo real y ausentarse
defintivamente del virtual es como decidir que ha llegado la hora de
retirarse al solar de la infancia. Descartado, por ahora.
Segunda posibilidad: tras comprobar que, durante toda una época, la noticia
en la Red estaba en estar en el meollo del asunto (todavía se convocan
conferencias de prensa para presentar una nueva web), la cuestión ahora
estriba en descubrir dónde está la noticia de los que están en dicho meollo. La
noticia de calidad, claro está, para cada uno. La solución reside,
entonces, en diseñar un mecanismo de acopio personal de la información.
Información personalizada, esa es la gran estratagema del momento. Cada
individuo, sólo frente a su pantalla, debe ser capaz de describir
exactamente cómo es su ámbito de necesidades físicas, espirituales,
culturales, sociales, políticas, etc., y entonces la Red, cual obediente
mayordomo, nos servirá el menú solicitado. La trampa ya está en el propio
concepto: pensamos que sabemos lo queremos en el grandilocuente mundo de la
información y el conocimiento, cuando no logramos movernos con semejante
seguridad ni siquiera en los espacios más reducidos —y supuestamente más
controlables— de nuestra propia intimidad. Pero sirve para elaborar un
precioso discurso que si cuaja en productos, incluso puede llegar a vender.
La información personalizada aspira a enchufarse a centros especializados
desde donde se emiten sólo aquellos bits tan preciosos y que tanto
agradecerá nuestro cerebro. Lástima que esos centros emisores siempre estén
dispuestos a demostrarnos —como ocurre en la vida misma, y ése es el
problema— que nuestro cerebro no sabe muy bien dónde detenerse en su
agradecimiento porque está dotado de una serie de funciones inexplicables
y, aparentemente, autónomas, como la curiosidad, la facultad de aprender,
la capacidad de sintetizar y recrear mundos nuevos, además de su propiedad
plástica para fagocitar y procesar información y conocimiento hasta límites
insondables, claramente patológicos (la razón real del infoestrés y de las
ganas auténticas de tirar el ordenador por la ventana si no fuera porque
estamos seguros de que en ese momento quizá nos esté llegando por fin un
mensaje interesante). A todo esto habría que añadir intangibles tan
difíciles de medir como la imaginación, los sentimientos y los humores
suscitados por las avatares particulares de la vida de cada uno. La
información personal, así, de este tipo, me parece que cuadra perfectamente
al habitante de un infoadosado, enclavado en un barrio higiénico,
autocontenido, si es posible bien vigilado por guardias jurados, donde no
hay una necesidad real de conocer al vecino —aparte del saludo de
cortesía— e infopulento: cable, antenas parabólicas, los mejores medios
escritos, una buena biblioteca y tiempo para excavarla. Paisaje idílico y
muy propio de los hipocondríacos del infoinfarto.
La tercera posibilidad es la recreación de la vida más próxima pero en las
condiciones particulares de las redes. La calidad de la información, en
este caso, no estaría dada por un valor extrínseco (su procedencia o su
costo económico), sino por nuestra capacidad para construir a partir de
ella vínculos comunitarios, casi diría urbanos, en el contexto global del
ciberespacio. Desde esta perspectiva, resulta más suculento apropiarse de
la riqueza híbrida de la infobasura, aunque sea en entornos digitales
inseguros e incluso peligrosos, que del brillo supuestamente puro de la
infocalidad. La vida cotidiana no ha sido nunca diferente en este sentido y
tampoco lo será en la nueva comunidad cosmopolita "nómada" del
ciberespacio. Allí, como siempre, buscaremos una y otra vez individuos y
colectivos en los que podamos reconocernos. Si los encontramos, entonces
seremos capaces entre todos de reciclar la basura para extraer y aprovechar
sus mejores componentes.
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