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Una historia de dos ciudades
Autor: Luis Ángel Fernández Hermana 18/3/1997 Fuente de la información: Revista en.red.ando Temáticas:
Internet
Ciudad digital
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Editorial número 63
En la necesidad se conoce la amistad
El debate sobre el tipo de medio de comunicación en que cuajará Internet, si
prevalecerá el "push" (empujar, la información nos la empujan hasta el
ordenador a través de agentes automatizados, correo-e u otros mecanismos),
el "pull" (tirar, uno
mismo tira de la información y la trae hasta el ordenador por medio de
navegadores), o un híbrido de los dos, si la cosa estará entre el Pointcast (salvapantallas) o el Marimba
(canales), o un cóctel de todo al mismo tiempo, ha cogido viento de cola y
se ha extendido por todos los resquicios de la Red. Las nuevas e
ingeniosas tecnologías digitales prometen distribuir información de manera
intuitiva y depositarla de forma sutil en el disco duro del usuario, su
billetera, teléfono móvil, parabrisas del coche (como ya sucede hoy en los
aviones de combate) o televisor, ya sea mediante programas residentes en
los cables, en los Ordenadores de Red (NC) o en servidores autoinstalados
en los ordenadores personales. ¿Estamos ante los primeros pálpitos de otra
reinvención de Internet hacia un medio completamente nuevo y
revolucionario? ¿Asistimos, casi sin quererlo, a la muerte del web, hasta
ahora el omnipresente escaparate del ciberespacio? O, por el contrario, ¿se
está produciendo el regreso demoledor de la televisión bajo diferentes
fundamentos? El debate calienta los argumentos, sobre todo en EEUU, entre
otras cosas porque apunta a la posibilidad de acabar con la imperiosa
necesidad de moverse por el planeta digital con navegadores y, por tanto,
la batalla más sangrienta jamás anunciada entre Netscape y Microsoft a lo
mejor no produce ni una escaramuza con arañazos. Sólo esta posibilidad ya
es causa de gran regodeo en los círculos internautas: Guillermo Puertas
quizá vuelva a perder pie otra vez en su pretensión de dominar las
tecnologías básicas de Internet y de convertir a su Microsoft en el
demiurgo de la Red: conmigo, los triunfadores; contra mí, los perdedores.
Ahora bien, cuando en EEUU no se habla de otra cosa, ya se sabe, si allí
sopla una brisa, aquí nos resfriamos. La discusión es desde luego muy
interesante y, viniendo de donde viene, alcanzará inevitablemente carta de
ciudadanía entre nosotros. Pero, me parece que, a pesar de su importancia
por ir directamente al corazón de las tecnologías que van a configurar el
futuro desarrollo de Internet, en realidad lo que se está debatiendo es
otra cosa: qué tipo de ciudad virtual construiremos en la Red y qué
relación tendrá ésta con la ciudad en que vivimos. Desde que apareció la Web, lo que hemos estado construyendo en Internet, en mayor o menor medida,
son los cimientos de las típicas ciudades norteamericanas. La WWW, cuyo
desarrollo y contenido ha estado abrumadoramente en manos de los
internautas del otro lado del Atlántico, se ha convertido en un reflejo
bastante fiel de las estructuras urbanas de EEUU y de la composición
sociológica de su población. Así como físicamente las ciudades se
desparraman durante kilómetros en los bordes de las autopistas o
carreteras, con el centro comercial como único punto común donde se
congrega la actividad comunitaria, así se distribuyen millones de páginas
por la carretera de Internet. En ambos casos, la agitada movilidad del
mercado laboral estadounidense imprime un carácter indeleble a la
configuración urbana y a las actividades de sus habitantes. El desarraigo
social y la preocupación por el dólar son las fuerzas motrices más
constantes que esculpen la vida cotidiana en el suburbio. Y el suburbio
resume el espíritu dominante en el país.
Gracias al poderío de EEUU en el campo de las tecnologías de la
información, esta impronta suburbana es también dominante en la Web y allí
nos hemos instalado a vivir tan campantes. Esto se muestra en la forma como
se configuran los servicios en la Red y su fenomenal grado de penetración
en sociedades radicalmente diferentes de la de EEUU. La información fluye
sin saberse muy bien de dónde viene ni a quién va, ni mucho menos por qué.
Hoy podemos navegar por millones de páginas web sin llegar a arañar a las
comunidades humana que existen tras ellas. Ni siquiera el idioma es
indicativo de donde nos encontramos ante el uso del inglés como el mínimo
común denominador de la comunicación. Podríamos estar en EEUU, Alemania,
España Japón o Malasia: ante nuestras pantallas brota una información
aséptica, en ocasiones interesante, deslocalizada, global, para ser
consumida en cualquier rincón del planeta o en ninguna parte, reiterativa
porque en el fondo cada uno es un centro de emisión sin ninguna conexión con el vecino.
El ejemplo paradigmático de esta ciudad lo constituye quizá los medios de
comunicación, en particular los periódicos digitales. Aparte de un puñado
de referencias procedentes a veces de la cabecera, otras de la página donde
hemos encontrado la dirección o de un cierto cúmulo de noticias que nos
dan la pista sobre su lugar de origen, lo cierto es que en muy pocos de
ellos aparece realmente la sociedad que los contiene. Cuando uno va a
comprar el periódico al quiosco lo hace envuelto en toda la cultura urbana
que le rodea, desde el mismo trazado de las calles, a la vestimenta de la
gente, el bar al que uno puede irse a leer un rato el diario, el idioma
circundante, en fin, puntos de referencia propios y tangibles. El medio de
comunicación, en esas circunstancias, es un puente, otro puente más, que
une las orillas de nuestro entorno, lo cual facilita lógicamente la
comprensión del contenido del medio en cuestión. Ese entorno no está en
Internet. Consultar un periódico en el ciberespacio es igual que consultar
30.000 (algo impensable si uno se acerca a un quiosco). Es como si hubiera
pasado el chaval en bicicleta y nos hubiera tirado el ejemplar al umbral de
la puerta. Sólo tenemos que abrir la puerta, recogerlo e irnos a leerlo a
la cocina. El mundo exterior no existe. Por más sorprendente que parezca,
los medios de comunicación, siempre tan atentos a sus lectores, no han
logrado inyectar la suficiente imaginación en sus productos como para
convertirlos en pedazos vivos de su propia geografía cultural (urbana) y
empaparlos con los referentes familiares para los internautas. Sus
contenidos aparecen en el mismo entorno despersonalizado del Pointcast, un
excelente producto sin duda, pero lo más cercano que se ha llegado hasta
ahora al niño de la bicicleta.
A este modelo de ciudad se le va a dar otra vuelta de tuerca con las nuevas
tecnologías de distribución de información. Todo apunta a que elevarán los
primeros asentamientos del ciberespacio hacia un estadio maduro de
suburbanización al estilo norteamericano. Frente a este modelo, en Europa
aún no ha cuajado nuestra propia visión de la urbe digital. No hemos sido
capaces todavía de trasladar el riquísimo tejido de nuestra vida social,
cultural y urbana hasta la Red y desplegarlo allí en productos que lo
reflejen fielmente. En España (y en América Latina), lógicamente, pasa tres cuartos de lo mismo.
Ello no quiere decir que no hayan aparecido iniciativas que apuntan a que,
efectivamente, hay otras formas de hacer las cosas. Por ejemplo, Telepolis
en Alemania o VilaWeb, aquí en Catalunya. Son los gérmenes de lo que me
parece la verdadera discusión sobre la configuración del planeta digital:
en qué tipo de ciudad virtual queremos vivir, cuáles serán sus señas de
identidad culturales, sociales y urbanas. La historia del ciberespacio será
también la historia de sus ciudades. Por ahora, las rasgos más
identificables del contorno urbano que está emergiendo pertenecen a la
urbe-tipo (perdón por la generalización) de EEUU. Y las nuevas tecnologías
que nos anuncian traen bajo el brazo los andamiajes necesarios para
proseguir la labor de extender su trazado. De nosotros depende que, con
esas mismas herramientas y las que seamos capaces de inventar, logremos
edificar una ciudad distinta, más próxima y, a la vez, gracias a sus
inconfundibles peculiaridades idiosincráticas, más rica y universal.
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