Editorial número 234
El que quiera saber que compre un viejo
Acabo
de participar en Inforensino 2000, las interesantes IV Jornadas
de Informática Aplicada a la Educación, que se han celebrado en
Lugo. Y como en otros eventos similares en los que me ha tocado
intervenir donde Internet asoma la cabeza en el campo de la formación,
y supongo que esto se mantendrá lamentablemente así durante bastante
tiempo, los elementos del paisaje suelen distribuirse de acuerdo
a un arreglo conocido: por una parte (generalmente en la mesa),
la industria ofreciendo verdaderos artilugios mágicos para penetrar
en la educación online. Por la otra, los maestros y educadores,
perplejos ante lo que se les viene encima. En el medio, la administración
pública, preocupada por obtener los recursos para tender un puente
entre unos y otros. Y por ninguna parte alumnos, padres de alumnos
o los múltiples sectores sociales que deberían formar parte, de
manera natural, del caudal de la educación virtual. El resultado
es que más que un foro de debate sobre la educación en la era de
las redes, de lo cual estamos urgentemente necesitados, cada uno
nos vamos con nuestra propia mochila de preocupaciones sin saber
muy bien dónde descargarlas, ni mucho menos cómo afrontarlas.
Cada
presentación de un nuevo producto de la industria (curso online,
educación a distancia, aulas virtuales o cosas parecidas) supone
inmediatamente multiplicar la carga de trabajo de los educadores
por mil (o cien mil, total estas cifras ya son como las distancias
de las galaxias: entre 20 y 2.000 millones de años luz). No es raro,
entonces, que se miren con una cierta distancia —cuando no es angustia—
todo este asunto de llenar las aulas de ordenadores conectados a
Internet. Las ventajas no se ven por ningún lado. Pero, lo peor,
si cabe, es que los interlocutores tampoco. Cada vez se habla más
de formación de maestros y profesores para afrontar los retos de
la educación en la Sociedad de la Información y, al mismo tiempo,
cada vez se sabe menos en qué consiste esa formación. Si hay un
quid del asunto, me parece que éste reside en la forma cómo se aborda
el asunto: desde la perspectiva individual, ya sea la del maestro,
la de su escuela, o la de la institución.
Nos
hace falta una aproximación que nos permita contemplar que la educación
en red exige soluciones en red, es decir colectivas, de inteligencia
distribuida, entre todos los sectores involucrados. No tiene sentido,
por poner un ejemplo paradigmático, diseñar un aula virtual donde
un profesor debe ejercer de tutor de, quizá, el doble o triple de
alumnos que tendría en un aula real, y además relacionarse con ellos
fundamentalmente por correo-e. Es decir, en el marco conceptual
de un contacto potencial permanente con todos los alumnos, 24 horas
al día, siete días a la semana. Como dijo un ponente en Lugo, no
hacen falta tutores para este tipo de educación, sino supertutores,
de esos de capa y bragas por encima del pantalón y una I roja de
Internet sobre fondo amarillo en el pecho. Aún así, perecerían en
el intento sin necesidad ni siquiera de neutralizarlos con un bizcocho
de kriptonita.
Lo
que necesitamos es una red de tutores en un ámbito virtual
específico, es decir, profesores, expertos, técnicos,
etcétera, que funcionan en red, que crean la metodología
de la tutoría y que parten de una formalización de
Internet en cuanto asignatura. Lo cual, permite colocar a cada uno
en su sitio: a los alumnos, porque aprenderían a utilizar
la Red en cuanto recurso de alfabetización digital, desde
cuándo y cómo se debe utilizar el correo, hasta el
tipo de actividad —interactividad— que permite hacer emerger el
conocimiento y la formación. Esto, no se puede fiar ni a
las buenas intenciones, ni a los meros listados de direcciones en
Internet. Supone diseñar contextos específicos donde
todos los participantes, desde los supertutores en red hasta expertos
en campos aparentemente alejados de la educación pero con
mucho que aportar en áreas específicas de conocimiento,
pasando por supuesto por los alumnos y si es necesario por su padres,
tengan la oportunidad de funcionar como redes de conocimiento.
Crear
el curriculum de Internet en la educación es una de las asignaturas
pendientes. Y no me refiero simplemente a explicar cuáles son sus
herramientas básicas, sino a alfabetizar en su utilización, de la
misma manera que primero se enseña a leer y escribir, para después
pasar a otras fases superiores y más complejas de la educación.
Una alfabetización donde se aprende a funcionar en red, a extender
la capacidad de la inteligencia colectiva a la que uno pertenece
y a asimilar los conocimientos que emerjan en el nuevo contexto.
En pocas palabras, la tarea consiste en integrar la lógica virtual —y no sólo el correo electrónico— en el sistema educativo. Muchas
de las aulas virtuales se acercan por distintos vericuetos a este
objetivo. Pero se adivina las dificultades que deben superar para
convertirse en sistemas de representación virtual capaces de integrar
la actividad de padres, alumnos, maestros, técnicos en pedagogía
y en tecnología de la información, así como del resto de la sociedad,
porque ahora esto es posible hacerlo. Para que esto se exprese de
manera tangible, dichos sistemas deben estar aposentados en espacios
de comunicación digital que vertebren los objetivos y la forma de
alcanzarlos. A ello le dedicaremos el próximo editorial.
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