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Por-venir (Cuento de Navidad)
Autor: Luis Ángel Fernández Hermana 24/12/1996 Fuente de la información: Revista en.red.ando Organizador:
Revista en.red.ando
Temáticas:
Tecnología
Prospectiva
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Editorial número 51
Donde no hay regla, la necesidad la inventa
La primera señal de que algo iba mal fue el aviso por la megafonía:
"Rogamos al pasajero que está usando un teléfono móvil que lo apague. Está
interfiriendo con las comunicaciones del avión". La segunda, los tres
hombres que repentinamente irrumpieron en la cabina del piloto. Los tres,
como yo, viajaban en primera. La puerta se cerró y yo miré perplejo a mi
compañero de asiento. Entonces vi que hablaba por su reloj-móvil y
posiblemente lo llevaba haciendo desde un rato. Me quise hacer el simpático
y le dije: "No será usted el que está afectando las comunicaciones del
aparato, ¿eh?." Me miró con cara de pocos amigos sin dejar de hablar en voz
baja. Una azafata pasó por mi lado en dirección a la cabina. Trató de
abrirla pero no pudo. Se dio la vuelta y mostró un rostro maquillado por la
angustia. Definitivamente estaba pasando algo raro y un gusanillo comenzó a
inquietarse en mi estómago. Un golpe seco en la intuición me hizo exclamar
para mis adentros: "¡Por favor, otro secuestro no, no la víspera de
Navidad!". Como experto en telecomunicaciones de la segunda corporación más
poderosa del mundo en comunicaciones móviles llevaba más de cuatro años
viajando por todo el planeta. Y en menos de seis meses me había tocado
vivir dos secuestros de aviones, uno en Filipinas y otro en Kuwait. En los
dos casos, grupos guerrilleros locales pedían la liberación de compañeros
presos. Por suerte, en ambas ocasiones viví para contarlo.
Pero ahora volaba de vuelta a casa, a Nueva York. ¿Quién iba a querer
llevarse un avión en la mitad del Atlántico? ¿Por qué no habían esperado a
estar más cerca de la costa? ¿O sería un comando de una de esas repúblicas
de Asia Central con intenciones de hacernos dar la vuelta? Esto último no
tenía sentido, el avión ya estaba en la mitad del océano, ahora sería muy
arriesgado proponer un desvío tan largo. En fin, a lo mejor no era un
secuestro sino tan sólo una jugada de mi fértil imaginación que aún no se
había repuesto de los sustos pasados, me dije para animarme.
Miré a mi compañero de asiento en busca de calma. Desde luego, él no
parecía preocupado, estaba absorto manipulando algo que parecía una
estilográfica, aunque un poquito más voluminosa. De repente se desplegó
como un pequeño paraguas convexo de una circunferencia no mayor que un
compact-disc que depositó cuidadosamente sobre la mesita apuntando a la
ventanilla. A su lado había una paleta electrónica (esos cacharritos del
tamaño de un bloc de notas que últimamente habían hecho furor en el mercado
de la electrónica de consumo), a la que en ese momento enchufaba su
reloj-móvil. Se puso un auricular inalámbrico y comenzó a hablar.
"Diablos," me dije, "este tío está decidido a explicarle a su mujer todo el
menú que desea para la cena de Nochebuena". Sin dejar de musitar una
especie de letanía, introdujo una tarjeta en la paleta. En ese momento el
piloto se dirigió al pasaje por la megafonía: "Señoras y señores, guarden
la calma. Tengo unos señores en la cabina que desean establecer una
negociación con la Casa Blanca. Todo está bajo control. Lo único incierto
es que por ahora no sabemos donde aterrizaremos finalmente".
Cerré los ojos, me grité para mis pulmones "¡Mierda!" y el señor de al lado
me tocó el brazo. Cuando le miré me apuntaba con una minicámara de vídeo.
Mi imagen estaba en la pantalla de la paleta. El hombre murmuró algo al
reloj y ésta desapareció.
Traté de unir cabos febrilmente y no me salía el ovillo. Ahora entendía
todo lo que mi compañero de asiento tenía sobre su mesita: una completo
servidor de Internet conectado a uno o varios satélites. Sin duda estaba
transmitiendo páginas orales a otros servidores distribuidos por el mundo.
De repente me di cuenta que iba a ser muy difícil, por no decir imposible,
interferir sus señales. Lo más seguro es que las enviara camufladas como
parte del sistema de comunicaciones del avión. Pero, ¿para qué, por qué, a
cambio de qué? En el torbellino de ideas, algo subió a la superficie de mi
mente como un flotador en la bañera:
El hombre reemplazó la tarjeta de la paleta con otra.
No pude explicarle nada a mi presidente. ¿Qué le iba a decir, si él sabía
mucho más que yo a través de Internet? Me recomendó que me pensara bien
cualquier solicitud de "colaboración" de los secuestradores, pero que no
pusiera en peligro la vida de nadie. O sea, que me dejaba vía libre para
"hackear" algunos satélites si se presentaba el caso. Apenas me despedí,
comencé a ver en pantalla la transcripción de toda la conversación
salpicada con imágenes de video del señor Kessler. Ya estaba en Internet.
Mi vecino sonreía con una calma crispante.
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