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La democracia anónima
Autor: Luis Ángel Fernández Hermana 17/9/1996 Fuente de la información: Revista en.red.ando Temáticas:
Internet
Historia red
Ciberderechos
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Editorial número 37 Lo que de noche se hace, a la mañana aparece
Helsingius ha cerrado su ordenador. Y, de paso, ha apagado uno de los
bastiones de libertad más conocidos que había en Internet: la posibilidad
de enviar correo electrónico anónimo. El finlandés Johan Helsingius dirigía
uno de los servicios más antiguos que había en la Red para proteger la
identidad de los usuarios, lo que en el argot del ciberespacio se conoce
como "remailer". Al enviar un mensaje al ordenador de Helsingius, éste
quitaba los datos de identificación, añadía una dirección codificada y lo
enviaba a la persona o grupo de discusión especificado por el remitente. A
finales de agosto, un tribunal finlandés le obligó a revelar el nombre de
uno de sus usuarios que el año pasado envió a un grupo de discusión docenas
de documentos privados de la Iglesia de la Cienciología. Esta organización,
fundada por el escritor de ciencia ficción L. Ron Hubbard, pidió a los
tribunales finlandeses que investigara la identidad del anónimo editor.
Helsingius, ante el cariz que han tomado los acontecimientos, decidió
clausurar su servicio: "Si no puedo mantener la discreción de los usuarios,
no merece la pena continuar".
Afortunadamente, el ordenador del finlandés no es el único en la Red
dedicado al camuflaje epistolar. Uno de los más populares es Mixmaster, que
permite a un número de operadores de ordenadores vincular sus respectivos
"remailers". Al enviar un mensaje, éste atraviesa una "cascada" de sistemas
que van enterrando en pozos digitales cada vez más profundos los códigos de
los remitentes anteriores, hasta que resulta prácticamente imposible
identificar al remitente original. Estos servicios, así como los programas
para enmascarar la identidad de los "paseantes del web", tratan de
contrarrestar la creciente intervención de servicios secretos, policías de
todo tipo, desarrolladores de software, proveedores de servicios de
Internet, empresas de publicidad, etc., que hacen acopio constante de
información privada para sus respectivos fines gracias al carácter abierto
de Internet. La tecnología de la Red favorece una invasión masiva de la
privacidad que era impensable en los días del sobre sellado o de los
archivadores. Y los gobiernos y otros cosechadores de información no están
perdiendo el tiempo. Cada vez resulta más fácil seguir el rastro de un
mensaje en Internet e Incluso de extraer un volumen considerable de datos
personales durante una inocente visita a una página web. Y, viceversa,
quien quiere permanecer en el anonimato o ceder su información a
determinadas organizaciones tan sólo para ciertos fines, cada vez lo tiene
más difícil.
El argumento de quienes tratan de mantener a toda costa este estado de
cosas es que tras el anonimato se esconden criminales, pedófílos,
proxenetas, terroristas, etc. Phil Zimmerman, el ingeniero que inventó el
programa Pretty Good Privacy (PGP), que permite encriptar los mensajes en
Internet, sostiene, por el contrario, con pruebas en la mano, que su
invento le ha permitido a los defensores de los derechos humanos actuar en
países con regímenes represivos. Sin la posibilidad de enmascarar sus
mensajes, el riesgo para sus vidas es enorme. Pero esta es una razón que
favorece a la causa de la democracia incluso en los países democráticos, lo
cual no goza de mucha popularidad entre su clase política.
Contra menos se sepa del vecino, más democrática es la sociedad, decía hace
bastantes años el entonces comisario alemán encargado de proteger los datos
individuales contenidos en archivos automatizados. ¡A saber a qué cómodo
chalet campestre habrá enviado a este buen hombre a descansar la paranoia
de la seguridad del Estado! Quienes hoy gobiernan quieren saberlo todo del
ciudadano y contra mas pronto, mejor. E Internet les ha venido como anillo
al dedo, a pesar de las dificultades intrínsecas de vigilar semejante
océano de mensajes digitales.
La situación se agrava en gran medida por la propia desidia de los
usuarios, que se mueven entre el desconocimiento del nuevo medio que están
utilizando y los derechos (y deberes) que les pertenecen. El caso de
Helsingius es tan sólo la punta del iceberg. Miles de empresas están
distribuyendo direcciones de correo electrónico entre sus empleados sin
establecer ni siquiera unas mínimas reglas de comportamiento que defina
hasta donde llega el derecho a la privacidad del trabajador y hasta donde
la actividad de gestión del correo electrónico por parte de la empresa.
Esta es una responsabilidad compartida en la que el criterio de la
seguridad, tan querido por la autoridad, tendrá que pasar por el tamiz del
derecho individual a la intimidad.
Esta misma semana, el grupo de trabajo de Ciber-Derechos de la organización
Profesionales de la Computación por la Responsabilidad Social (CPSR) de
EEUU ha publicado una serie de principios que debería orientar la
protección de los derechos civiles e individuales en el uso del correo
electrónico. El documento —como casi todos los documentos similares
producidos por las entidades defensoras de los derechos civiles en otros
países— está en inglés. Sucesos como el de Finlandia, así como los
acuerdos entre los países del G-7 y la UE para controlar la
comercialización del "soft" que permite encriptar el correo electrónico,
están reclamando a voz en cuello que surjan en el ámbito del castellano las
iniciativas que canalicen este impostergable debate entre nosotros. Las
innegables posibilidades democráticas de Internet no se reproducirán
espontáneamente como las amapolas del campo. Necesitan del cuidado
colectivo de los jardineros que utilizan la red, sobre todo para protegerla
de los ávidos y furtivos recolectores que proliferan como maleza por el
ciberespacio.
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