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Del discurso a la conversación

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
01/2/2007
Organizador:  Revista SAM. Diputación de Barcelona
Temáticas:  Medio ambiente  Redes ciudadanas  Red de conocimiento 
Artículo publicado en el número 15 de la Revista SAM de la Diputación de Barcelona en el primer trimestre de 2007, dedicado a las Nuevas Tecnologías de la Información y la gestión del medio ambiente.

Esta es la versión en castellano. El artículo se ha publicado en la revista en catalán.


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A finales de marzo de 2006 recibí un mensaje de Jesús Mesa del Castillo, un joven periodista que trabajó en Enredando.com hasta que se fue a México en 2004. Jesús me escribía desde Mérida (Yucatán), donde había participado en un congreso para la creación de un plan integral de reacción a desastres naturales que organizó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y OXFAM. El escenario de fondo eran los huracanes Stam y Wilma que arrasaron las costas de Guatemala y del sur de México. Asistían organizaciones de la sociedad civil de las zonas afectadas: Oaxaca. Chiapas, Campeche, Yucatán y Quintana Roo, además de ONG de Guatemala. Durante dos días se compartieron experiencias, se contrastaron opiniones y pareceres, se expusieron posibles medidas para afrontar estas catástrofes y se avanzaron algunas soluciones a los problemas más evidentes que se produjeron durante los últimos huracanes.

Los temas de debate eran cruciales para todas estas comunidades, desde las acciones de emergencia y la comunicación entre las entidades involucradas, al comercio entre las organizaciones para suministrar rápidamente víveres y enseres a localidades que pudieran quedar aisladas, pasando por las campañas de sensibilización y la puesta en marcha de mecanismos que promovieran el intercambio eficaz de experiencias. Nadie quería políticas de boquilla, todos esperaban conseguir avances tangibles que les permitieran trabajar cuando regresaran a sus casas.

Dos aspectos emergían descarnadamente en esos debates: primero, la supervivencia de muchas comunidades dependía en gran medida de que lo que allí se decidiera, de que el conocimiento que expertos y funcionarios demostraban poseer sobre un amplísimo arco de eventualidades llegara a plasmarse de alguna manera en medidas efectivas y desplegadas sobre el territorio. La otra, es que resultaba imposible –como ha sucedido desde la noche de los tiempos- que en dos días se pusieran de acuerdo todas las organizaciones sobre cuestiones tan complejas como las que se habían puesto sobre la mesa. Debe haber muchas definiciones diferentes de qué constituye “gestión integral del medio ambiente”. Pero creo que todo el mundo estará de acuerdo en que un huracán las pone en tensión a todas ellas y les confiere un significado pertinente. Traducirlas en políticas operativas en una reunión de dos días es algo que, como es natural, no se consigue ni siquiera en entornos muchos más organizados y dotados de abundantes recursos, lo que no era el caso en el congreso de Mérida.

Como me explicaba Jesús en su mensaje, a nadie de los allí congregados le cabía la menor duda de que si no trabajaban juntos, el impacto deletéreo de los huracanes volvería a repetirse sin que las comunidades hubieran mejorado su capacidad de respuesta antes, durante y después de estos devastadores fenómenos.

Pero ¿qué significaba “seguir trabajando juntos” cuando estamos hablando de organizaciones supranacionales, ONG, entidades de la sociedad civil desparramadas por un vasto territorio y, sobre todo, con una notable escasez de recursos de todo tipo: humanos, físicos, financieros, en infraestructuras, en servicios de información? Jesús decía: “Todos aprendimos que conocernos y trabajar juntos podría ayudarnos mucho no sólo en el caso de desastres naturales, sino en el comercio justo, la divulgación de formación, recaudo de recursos y su mejor distribución, intercambio de experiencias, etc. Pero todos sabíamos que probablemente, y de no ser por un flechazo mágico, la comunicación entre organizaciones se perdería nada más terminar el congreso. Y así fue.”

Como es natural, uno de los temas recurrentes en las discusiones, en las propuestas, en las soluciones que se planteaban, era el uso de las nuevas tecnologías. La reverencia a las tecnologías de la información era un gesto casi obligado, tanto por parte de las grandes organizaciones, como de quienes se presentaban como expertos en la gestión de catástrofes, por no mencionar a quienes las sufrían. Pero de la reverencia al ejercicio práctico hay un largo trecho. Así fue como, al final del congreso, a Jesús se le levantó la mano, como él mismo dice, y expuso su inquietud en estos términos:

“Se ha hablado de tecnología, de aprovechamiento de recursos, de crear fuentes de información veraces y fuertes, de un plan de emergencia en comunicación con autoridades y organismos que puedan ayudar en estos momentos... se ha hablado hasta de crear medios de comunicación propios de las organizaciones, de tele, radio y prensa. Se ha hablado de continuar el debate, de compartir experiencias, de ayudar a crecer un conocimiento que milagrosamente en dos días hemos podido comenzar, de que podemos hacer muchas cosas juntos, muchas más cosas por separado... Pero en dos días no se ha mencionado ni una sola vez la palabra Internet”. Un respiro y broche: “Yo propongo: crear un sistema de comunicación en Internet, una página, o decenas de páginas, interconectadas por regiones y temáticas, con foros de discusión, bases de datos.. Todo esto para continuar el congreso del que, por lo general, la gente parece que sale más contenta de lo que llegó...”

¿Resultado? El subdirector del PNUD que dirigía el congreso escribió en su ordenador conectado a la pantalla del auditorio: crear una lista de correo para estar en comunicación todas las asociaciones. Y le solicitó a su secretario que pasara unas hojas para que la gente escribiera sus direcciones de correo electrónico. Y adiós muy buenas, si te he visto, no me acuerdo.

Lo que cuenta Jesús no es una simple anécdota, ni está circunscrita a un episodio de características únicas e irrepetibles. Todo lo contrario. Dibuja una actitud que se repite constantemente, cotidianamente, en muchas y muy diversas circunstancias, en el trabajo, en el desarrollo de proyectos, en la toma de decisiones en empresas, instituciones o administraciones y en los ámbitos más insospechados del quehacer cotidiano. Si en algo somos buenos en esta era es en perfilar la dimensión de los problemas, en “invertir para averiguar”, en diseñar pormenorizadamente las tareas a desarrollar, o catalogar los medios (ideales o no) para desarrollarlas. Pero el hilo que teje todo este conjunto de actividades, la información y la comunicación entre los involucrados, no es que suela ser una asignatura pendiente. Como ocurrió en la reunión de Mérida, ni siquiera suele aparecer como la condición sine qua non para que lo planteado adquiera al menos el tinte de lo posible.

Y la pregunta, lógicamente, es ¿por qué sucede esto en la era de la Red? ¿No deberíamos funcionar de otra manera cuando disponemos de –según todo el mundo admite- una herramienta de comunicación tan fenomenal? ¿Basta con que tengamos correo-e y páginas web a mansalva para que podamos considerarnos usuarios, digamos, maduros, de la comunicación digital o, por decirlo de otra manera, ciudadanos de la Sociedad del Conocimiento? ¿Estamos aprovechando lo que está tecnología nos permite o nos estamos quedando a las puertas de las oportunidades que con tanta ligereza bendecimos?

Lo cierto es que proclamar la importancia de las nuevas tecnologías o de las tecnologías de la información, de tanto repetirlo a los cuatro vientos, se ha convertido en un lugar común por lo general conceptualmente vacío. Pocas actividades quedan ya exentas de esta especie de bendición mágica que otorgan tecnologías que, de entrada, están tan mal definidas que no resisten no digamos un análisis escrupuloso, sino ni siquiera uno somero. Tecnologías salen del laboratorio casi cada día, son por tanto nuevas, pero no son desde luego a las que se refiere el lugar común. Tecnologías de la información, por otra parte, conforman un torrente enorme en el que caben desde imprentas, faxes y medios de comunicación, hasta mecanismos de registro y reproducción de textos, audio e imagen. Pero ¿es a estos dispositivos a los que nos referimos cuando apelamos a las “nuevas tecnologías” o a las “tecnologías de la información”? Por supuesto que no.

Lo que, de una u otra manera, tenemos en mente, es esa cosa inaprensible y misteriosa denominada la Red. O Internet. Es decir, un espacio virtual sin precedentes, creado –y recreado- por decenas de millones de ordenadores interconectados. Una naturaleza artificial constituida por biotopos de información –o infotopos- y regida por una serie de características que determinan las propiedades, funciones y actividades que se pueden desarrollar en dicho espacio. Y aquí es donde comienzan los problemas.

La peculiar arquitectura de la Red permite no sólo la bidireccionalidad de las comunicaciones, sino que tanto en el origen –la generación de mensajes- como en la recepción, se vaya difuminando la diferencia tradicional entre autor y audiencia. En cuestiones de milisegundos, la misma persona es ambas cosas, autor y/o audiencia, según la actividad que desempeñe y las circunstancias peculiares de donde y cómo la desempeñe. En segundo lugar, el espacio virtual es de una plasticidad semejante al de la imaginación: sin que pierda ninguna de sus propiedades, se lo puede confinar, trasladar, organizar, modular, abrir o cerrar en ambas direcciones o en todas las combinaciones posibles. Y en tercer lugar, no hay forma de estar en Internet sin intervenir, sin participar (el sólo acceso ya genera una señal con potencialidad modificante dentro de la Red).

Pero, lo más importante desde este punto de vista, es que, a diferencia de lo que ocurre en el mundo real, toda actividad en la Red genera un registro, un rastro, un archivo. Puede ser un archivo rudimentario (un correo electrónico, una mera página web sin mayores pretensiones) o archivos complejos, con diferentes grados de interconexión, modificación, transmisión o integración con otros archivos individuales o con galaxias de archivos.

Ante este cuadro, resulta misterioso encontrarnos con situaciones tan familiares cotidianamente como las que nos describe el amigo Jesús. ¿Qué es lo que nos estamos perdiendo, qué es lo que todavía no aceptamos de “la aplicación o uso de las nuevas tecnologías?” Bien, yo destacaría a tres elementos muy sencillos desde el punto de vista expositivo, pero que, en conjunto, contribuyen a crear esos estados gaseosos y potencialmente inquietantes que solemos denominar “cambio cultural” o “gestión del cambio cultural”. Al mismo tiempo, estos elementos no pueden ser gobernados intuitivamente o a partir de nuestros conocimientos previos, nos exigen adentrarnos en un insólito campo de aprendizaje, de síntesis de nuevos conocimientos y experiencias, lo cual abre un abanico de decisiones empresariales, institucionales, sociales y, para abreviar, personales, para que logremos aprovechar las tecnologías de la información y la Red no se quede en un mero homenaje a la gradería, que tanto ama el escuchar compromisos incondicionales con el futuro.

En primer lugar, la arquitectura de Internet nos ha convertidos en unos charlatanes incontinentes, hoy todos hablamos o podemos hablarnos. Por tanto, tenemos que aprender a organizar las conversaciones, algo sobre lo que sabemos bastante en el mundo real, desde el círculo familiar al profesional, pasando por tantos otros. Pero, en la Red, no está claro que le hayamos dedicado el tiempo necesario o la reflexión adecuada, sobre todo cuando nos estamos refiriendo a un espacio en el que lo único que podemos hacer es hablar, es decir, comunicarnos. En segundo lugar, y por la misma naturaleza del espacio virtual, todos hablamos al mismo tiempo y en el mismo lugar (incluso aunque no estemos conectados). Por tanto, hay que aprender a organizar el contenido de las conversaciones para que éstas recuperen las jerarquías que les corresponden en función de los fines que se persigan. Finalmente, todo lo que se habla genera un registro, un archivo. Por tanto hay que aprender a organizar la información, traducirla a archivos operativos, abiertos, transparentes, modificables y transmisibles para quienes los tienen que usar.

Es evidente que nuestro subdirector del PNUD no entendía las tecnologías de la información de esta manera. Por tanto, no estaba en condiciones de convertir sus propios planteamientos en políticas viables, ni de satisfacer las demandas de las organizaciones que acudieron a buscar soluciones a través de un proceso que les permitiera saber dónde había conocimientos y experiencias útiles para ellos, cómo compartirlos y cómo convertirlos en actividades y proyectos tangibles. En pocas palabras, cómo conversar, cómo organizar las conversaciones y cómo organizar la memoria generada por esas conversaciones, tanto para ellos como para cualquiera que necesitara esa información aunque no hubiera acudido a la reunión de Mérida.

Lo que nuestro subdirector del PNUD no entendía es que la era de la oferta de la información (yo soy el que la poseo y soy, por tanto, el que la organiza y la administra: si quieres saber lo que hago, visita mi web) ha quedado sepultada por un universo mucho más complejo, rico y efectivo (o eficaz, como se prefiera), donde la demanda y la oferta de información, conocimientos y experiencias se desenvuelven en una amalgama de relaciones e interacciones que son, a la postre, las que determinan el éxito o la viabilidad de las actividades que emprendemos. No tomar en cuenta este cambio, en todas sus dimensiones, no asumirlo con todas las consecuencias que conlleva, significa aplicar a las tecnologías de la información aquel refrán, pero refraseado, que dice “A Dios rogando, pero con el mazo no dando”. Y el mundo está siendo moldeado cada vez en mayor medida por el mazo de la Red.
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