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China se avecina

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
27/5/2003
Fuente de la información: Enredando.com, S.L.
Temáticas:  Economía  Salud  Medio ambiente 
Editorial número 372

Quien se sienta a mesa puesta, no sabe lo que comer cuesta


Aunque las cifras de mortalidad no alcanzan a las de flagelos como la malaria o el SIDA, el virus de la neumonía atípica (SARS en su denominación inglesa) se ha constituido en un elemento perturbador de primer orden de la sociedad china y los países vecinos. Tanta estrategia para contener la “amenaza amarilla” y nadie se había imaginado que un simple virus sería capaz de darle semejante dentellada a la pujante economía del país más populoso del mundo. El caso de este virus ha vuelto a poner sobre el tapete el papel que juega la intensificación de las comunicaciones en la emergencia y propagación de microbios que, si el mundo no fuera hoy un pañuelo, ni siquiera habrían llegado a rozarse con el ser humano. Sin embargo, esta visión pone la carreta delante de los bueyes y carga las culpas sobre el avión y la creciente movilidad en las sociedades modernas. Esa es una parte, y no la principal, del problema.

Desde mediados de los años 50, epidemiólogos que podríamos ahora adscribir a la “tendencia crítica” dentro de la epidemiología, venían alertando, a su manera, sobre una ecuación de desarrollo insostenible: el empobrecimiento en las zonas rurales, la aparición del hambre y la miseria donde antes había, al menos, agricultura de subsistencia, obligaba a cambiar las prácticas agrarias. Se abandonaban cultivos tradicionales, se modificaban hábitos de almacenamiento y transporte de los productos del campo y se invadían nuevos nichos ecológicos en busca de recursos. El resultado era que tanto los humanos como los animales domésticos entraban e contacto con patógenos que, hasta ese momento, no habían formado parte de su historia. Esta es una de las razones de la aparición de los “hantavirus” (como el virus de Ébola), entre muchos otros, que siguen asolando comunidades rurales en América Latina, África y el sudeste asiático.

La otra parte de la ecuación es la emigración masiva del campo a la ciudad, sobre todo cuando se produce en brotes repentinos por el discreto colapso (discreto por la cuidadosa forma como nuestra sociedad elige no enterarse) de sistemas agrícolas. Este fenómeno, que ha dejado su marca indeleble en ciudades de casi todos los continentes creando barrios marginales y una economía informal sobre la que poco dicen los tratados o los estudios sobre el “mercado”, ha experimentado una brusca aceleración en las últimas décadas. Como ponen de relieve los trabajos de la ONU, en particular el Programa de la Naciones Unidas para el Desarrollo, de mantenerse la tendencia actual, dentro de quince años por primera vez en la historia los habitantes de las zonas urbanas serán mayoría frente a los de zonas rurales. Antes de tres décadas, casi el 80% de la población mundial será urbana.

Una fotografía de familia de este gran cuadro es lo que ha venido sucediendo en China en los últimos años, a pesar de los intentos del gobierno de controlar el flujo campo-ciudad. En pocos tiempo, muchas ciudades han experimentado un crecimiento espectacular. Algunas comienzan a adquirir los rasgos típicos de las megalópolis: saltos en muy poco tiempo de uno o dos millones de habitantes a seis o nueve millones contando las extensas zonas metropolitanas. Una parte de esos habitantes nuevos estaban acostumbrados a procurarse el alimento en mercados rurales o por sus propios medios. Ahora, desprovistos de estas fuentes de aprovisionamiento, de repente toda la familia, cientos de miles de familias, se convierten en un elemento de presión creciente (y a veces insoportable) para la organización de los mercados urbanos. La respuesta de estos es conseguir alimentos a cualquier costo. En esas circunstancias, los procesos industriales de producción de alimentos comienzan a demoler las barreras de los ecosistemas. Europa lo vivió con el caso de las vacas locas y China lo debe estar viviendo en diferentes regiones y con diferentes animales que, o constituyen parte de su dieta tradicional, o acaban de incorporarse a ella ante la presión de la demanda.

La cría, engorde, reproducción y preparación de estos animales implica recorrer todos los márgenes imaginables -y muchos inimaginables-, desde la utilización de materiales de bajo coste (y seguridad) para construir las nuevas granjas industriales, hasta las mezclas de alimentos e ingredientes, o las instalaciones donde se procede a su preparación para su distribución en mercados y restaurantes. Los riesgos de contaminación o de transmisión de patógenos que nunca antes se habían hospedado en el ser humano no sólo es muy alto, sino que es constante. Si a esto se le añade el factor de las comunicaciones, entonces lo sorprendente no es lo que está sucediendo en China, sino que no suceda con mayor frecuencia.

Lo paradójico en China es que el gobierno lleva tiempo tratando de controlar Internet para evitar que aparezcan voces opositoras. Ahora se encuentra ante la necesidad perentoria de abrir las compuertas de la Red para transmitir mensajes fiables y rápidos a un universo de organizaciones de los centros urbanos con el fin no tanto de prevenir, sino de saber qué está pasando. Mercados alimentarios, la sanidad, la educación, la industria, los servicios públicos y privados, todos han quedado tocados por la presencia insidiosa de un virus que, si no es a través de la alimentación, resulta difícil entender cómo se transmite y por qué lo hace sólo entre adultos. Y todos estos sectores, incluído el propio gobierno, dependen cada vez más de Internet para procurarse una información que los medios tradicionales no les garantizan.

El tercer peldaño de la ecuación de desarrollo insostenible es el intento de atacar a los patógenos emergentes o re-emergentes a través de la artillería de la medicina más avanzada, sobre todo la de base génica. Hasta ahora, los resultados son nulos. No hay todavía remedios efectivos contra los hantavirus, contra el virus de Ébola, contra el virus de la inmunodeficiencia humana causante del Sida, o contra los coronavirus como el SARS. Los epidemiólogos del sector crítico planteaban hace ya más de 50 años que la principal (sino la mejor o única) solución era mejorar las condiciones de vida y proteger los nichos ecológicos alterados por la pobreza y las migraciones.

Pero plantearse esta solución significa darle un giro copernicano al delirante concepto de seguridad que hoy manejan nuestras sociedades. Es más fácil vivir en la ilusión de que un prestigioso laboratorio engendrará una solución mágica prendida a un gen milagroso, que plantearse una política global para remediar los profundos desequilibrios que nos convierten a todos en parte de una pradera lista para ser arrasada por un microbio al que hemos sacado, literalmente, de sus casillas. China, y no sólo ella, está cada vez más próxima no sólo por las comunicaciones, sino fundamentalmente por nuestra política de acoso y derribo de las barreras de contención de los ecosistemas. Es otra de las guerras que libramos contra nosotros mismos.
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