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"La ruta de Davos"

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
16/2/1999
Fuente de la información: Revista en.red.ando
Organizador:  Enredando.com, S.L
Temáticas:  Economía  Tecnología 
Editorial número 155

El rey es poco para su porquero

El Foro Económico Mundial de Davos, el cónclave anual de los ricos y poderosos del planeta, se convirtió este año en un freudiano ejercicio de autoflagelación. Para empezar, el título de la reunión: La globalidad responsable, todo un ejercicio de ironía en boca de presidentes de corporaciones transnacionales, bancos nacionales y mundiales, líderes de las finanzas y encumbrados malabaristas de la especulación. Para continuar, sus constataciones: los flujos de capital especulativo de corto plazo fustigan a la economía mundial con particular violencia, dejando cicatrices allá por donde pasan. Destrucción de la industria local, paro, pobreza repentina, evaporación de ingentes recursos financieros y materiales son algunas de sus manifestaciones más visibles. Para terminar, sus conclusiones: menos reverencias al mercado y más control de estos capitales. En apenas tres años, los sermones de George Soros, el gran tahur de la bolsa, se han convertido en doctrina. La criatura de estos prohombres, la globalización económica neoliberal, les está haciendo caca encima.

Una cosa, sin embargo, es pedir controles, y otras poder efectuarlos. Los flujos de capital especulativo, sobre todo los de corto y mediano plazo, son esencialmente flujos de información. No hay forma de ponerle barreras a aquellos sin que detengan al mismo tiempo a estos. Y detrás de ambos viene la innovación tecnológica y la inversión necesaria para propulsarla a los circuitos económicos. No es un círculo vicioso, sino un tirabuzón caprichoso al que nadie sabe no sólo cómo controlar, sino hacia dónde girará su espiral. Su dinámica no depende de políticas públicas, sino de cientos de miles de acciones privadas, cada vez más privadas, a veces tanto que sólo hay un par de personas detrás de ellas. Por eso la élite mundial comprueba, con bastante aprehensión, que ha llegado el momento de abandonar al bebé neoliberal, al que nutrieron con una "especulación irresponsable", y ahora hay que pasar al posliberalismo de una "planificación irrealizable". Dentro de esta política entra la idílica meta de "armonizar" las políticas económicas y los sistemas políticos a escala mundial, todo en una tacada.

El paquete viene adornado con una creciente preocupación por la desigualdad. Hasta ahora ésta tenía sentido porque mostraba los puntos flacos para invadir las sociedades con capitales de alto riesgo, beneficios inmediatos y mágica volatilidad. Ahora se revela como un grave problema porque alimenta la inseguridad --irresponsabilidad-- de los mercados. Crea y destruye recursos humanos, financieros y materiales y a su paso deja un rastro de alta conflictividad. No es el escenario apto para controlar los sistemas políticos, no digamos ya los económicos, y mucho menos para "armonizar" ambos. Soros, el gran especulador del reino, ya lo venía advirtiendo en los cónclaves anteriores de Davos. Sus palabras ahora se han grabado a fuego en la coqueta estación alpina suiza: O se controlan esos flujos de capital, o el invento se va al garete.

Internet se ha convertido en el previsible exponente máximo de esta tendencia hacia el descontrol. EEUU y el Fondo Monetario Internacional --y en gran medida la Unión Europea--, sobre todo los mercados bursátiles del primero, observan este alboroto por encima del hombro. ¿Regulación? ¿regular qué? ¿Ahora que Wall Street vuelve a vivir una época dorada gracias al juego del fin del milenio, apostar por los propios flujos de información? Donde a principios del año pasado apenas había algunos experimentos de especulación online, hoy se quitan el aire mutuamente unos siete millones de corredores de bolsa --la vasta mayoría nuevos, aficionados, en este oficio-- que hacen subir y bajar empresas que, en otras circunstancias, no las conocerían ni en su casa. Las IPO, Ofertas Públicas Iniciales, el acto por el que una compañía pone a la venta al público por primera vez sus acciones, es el nuevo cuerno de la abundancia. El secreto para sobrevivir en esta renovada versión de "La hoguera de las vanidades" es nadar en los flujos "buenos" de información, estar inscrito en los mercados adecuados (como si fueran una lista de distribución electrónica, caso de Ameritrade) y gozar de una cierta reserva líquida para aguantar los primeros guantazos. Si aciertas, te puedes convertir en un capitalista de fin de semana con ganancias superiores al salario de un par de años o más. Si hay suerte, al de toda la vida.

En circulación hay miles de millones de dólares. Y el volumen crece cada día. Detrás de ellos, jovencísimas empresas de unas pocas personas con los libros todavía en rojo, tecnologías con la etiqueta de "gran promesa" y todo Internet por delante para pastar cuantos bits les salgan por el camino. Los flujos de información que disparan constituyen una parte creciente de los capitales de corto plazo --cuyo punto de salida es EEUU-- y que mantienen en estado de turbulencia a los mercados bursátiles a partir de la propia turbulencia de la información transmitida por sistemas electrónicos interconectados. Las transacciones financieras son instantáneas. Cuando el tirabuzón se pone en marcha, produce un previsible efecto ventilador. Los capitales, cual gases, se expanden por todo el ámbito electrónico y atacan allí donde husmean la ganancia inmediata. Las economías más débiles se descosen con la misma facilidad con que se desgarra un pespunte, también instantáneamente. ¿Quién le dice a EEUU que controle estos mercados? Y, si por una de esas escucha, ¿qué debería controlar exactamente? ¿A la creciente legión de internautas que se dedican a bombear la saludable economía que la Casa Blanca muestra al resto del mundo?

En Davos se planteó incluso la celebración de convenios internacionales capaces de supervisar y canalizar estos flujos, de salvar a los inversores globales cuando las cosas pintan bastos, todo ello, por supuesto, sin afectar a los mecanismos sacrosantos de los mercados financieros a los que, por otra parte, no hay forma de controlar. Todo un reconocimiento a que, posiblemente, estemos consolidando el desorden como forma de vida.

La muestra más palpable es cómo el látigo de los flujos de capitales especulativos afecta directamente a la propia gobernabilidad de las sociedades, tal y como se ha entendido hasta ahora este concepto: la creación de condiciones óptimas para extraer el máximo beneficio. Ahora la dualidad democracia-mercado aparece como una hidra de siete cabezas: ¿primero el mercado y después los beneficios del sistema político, o viceversa? En Davos, poderosos e intelectuales expresaron su perplejidad sobre el orden correcto de esta ecuación que procede de la nevera de la guerra fría. Si las certezas económicas son cada vez más cuestionables, las políticas están prácticamente en el punto de licuefacción.

Esta vez, Davos, donde cuyos protagonistas no suelen esconder el sable, se convirtió en un peldaño más de la dificultad de trocar en ideas fértiles la realidad que construimos cada día. En primer lugar, hasta qué punto la propia idea de que el sistema puede seguir funcionando con decisiones tomadas desde arriba socava la gobernabilidad de las sociedades. Los ricos siguen dando confianza a los ricos, como si todo permaneciera igual siempre que los desastres y los acontecimientos imprevisibles ocurran en otra parte. Mientras se ofrecen datos macroeconómicos para justificar las visiones optimistas de las zonas opulentas del planeta (EEUU, Europa y, en menor medida, Japón), en la trastienda se destroza el medioambiente, la cohesión social queda librada a políticas de inspiración global y las zonas urbanas derivan hacia un encadenamiento de guetos más parecidos a campos de concentración con paredes blancas y piscinas para los presos.

En el fondo hay un desajuste telúrico entre lo que los individuos y las sociedades son capaces de hacer en un mundo de información globalizada y las políticas que los gobiernos implementan en ese mismo escenario. Es un choque de trenes sobre el que no tenemos precedentes y, por tanto, ni sabemos su dinámica interna y, mucho menos, las consecuencias previsiblemente estrepitosas del topetazo. Lo único que está claro es que se está produciendo y, como suele ocurrir en los accidentes, no hay forma de controlar ni la forma cómo se producirá ni determinar de antemano quién saldrá indemne o herido. La historia reciente nos dice muy poco al respecto, más bien todo lo contrario, como comprobaron los sabios de Davos. Sus recetas, por conocidas y fugitivas, son rancias. Lo único que dejan en claro es la perentoria necesidad de pensar con frescura el desconocido impacto de la difusión de tecnologías informacionales, cada vez más potentes y baratas, entre poblaciones a las que hoy la élite de Davos contempla como sus sempiternas víctimas. Si el nuevo orden económico mundial es el desorden, cada vez será más difícil saber quién va por delante, en medio o por detrás.

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