Editorial número 9
Todo el saber no se encierra en una cabeza "Sí, todo parece estupendo, pero ¿quién controla finalmente la
información en Internet? o ¿cuánto tardarán en controlarla las grandes
corporaciones?". Esta es la rúbrica inevitable que suele sellar
cualquier intento de proyectar la evolución posible de las redes o,
mejor dicho, de la sociedad de la información. La pregunta es
pertinente si se trasladan al mundo virtual los mismos parámetros que
sirven para medir los acontecimientos del mundo real. En éste, ni el
más ingenuo podría despreciar el poder de las élites corporativas
ejercido a través de múltiples resortes, siendo el del control de la
información y el conocimiento una de sus palancas seculares. Pero las
redes y, en particular Internet, han puesto ese ordenamiento patas
arriba. La aparición de la información interactiva ejercida a través de
medios relativamente baratos ha puesto en cuestión al poder tradicional
de la sociedad post-industrial. De las exclusivas catedrales del saber,
ancladas en territorios físicos muy concretos, hemos pasado a las
plazas abiertas de la información y el conocimiento, diseminadas por el
territorio sin fronteras del universo digital.
Las élites corporativas viven este fenómeno como una
catástrofe, como un acontecimiento inesperado que se les ha escapado de
las manos. De ahí sus reiterados y desesperados intentos por reconducir
este proceso mediante la imposición de reglas de juego en la
comunicación interactiva que ellas conocen perfectamente y en las que
se sienten como John Wayne arriba de un caballo: las bridas bien
sujetas y las espuelas pulidas de atravesar tantos desiertos. Pero las
catástrofes desencadenan crisis y en las crisis suceden muchas cosas a
las que cuesta ponerle riendas. Los controles sociales se relajan y las
relaciones —individuales, institucionales— se tornan casi líquidas.
La primera y más evidente manifestación de una crisis es que todo el
mundo habla, todo el mundo tiene una opinión y todo el mundo posee una
solución sobre cualquier problema, por peregrino que sea. En esas fases
tan líquidas, nadie logra imponer su criterio, su prestigio y su
jerarquía. La palabra de uno vale tanto como la de los demás, no
importa de donde provenga. Las crisis acunadas por las catástrofes
despiertan la palabra e igualan los juicios. En esta situación, no hay
poder que se imponga. Cada vez que trate de hacerlo, será retado
inmediatamente.
La aparición de los gérmenes de la sociedad de la
información ha desencadenado una crisis de proporciones que, además,
por si faltaba algún clavo en el féretro, se basa en la libre
circulación de la palabra. Los asentados poderes de corporaciones y
estados han sido tomados por sorpresa por la potencialiad de la
comunicación electrónica. De repente, les ha explotado en las manos la
bomba que ellos habían contribuido a fabricar y, lo que es peor, se ven
obligados a seguir elevando su capacidad explosiva mediante el
desarrollo de todos los mecanismos necesarios que la perfeccionen y
amplíen su radio de acción. Y, huelga aclararlo, al hacerlo, agudizan
aún más el enfrentamiento entre las fuerzas económicas tradicionales
que pugnan por prevalecer frente a las nuevas que están emergiendo.
Todo lo cual contribuye al descontrol general y reproduce la crisis a
una escala ampliada. En este marco, las élites tradicionales se
encuentran con que el entorno en el que han ejercido el control de la
información y el conocimiento está ahora fuertemente contaminado por
nuevos centros de poder que retan desde el ciberespacio su visión del
mundo. Esto no sucede por una toma de posición explícita de los
internautas al respecto ("Yo me opongo al mundo ordenado por los
poderes tradicionales"), sino porque el juego propuesto por el planeta
Internet ha sido aceptado por millones de personas que, al interactuar
a través de las redes, crean y recrean un tapiz de relaciones que, por
su mera existencia, pone en tela de juicio al poder de las élites
clásicas. La información y el conocimiento se mueven ahora por canales
diferentes promovidos por fuerzas sociales distintas, multitudiarias. Y
aquí es donde aparece la cuestión más interesante: si la información es
ahora el bien más preciado de los millones de usuarios de las redes,
que han convertido a estas en la biblioteca más vasta del saber humano
y han puesto este conocimiento al alcance de todos, resulta que de un
plumazo han barrido el sentido de las élites. Desde el punto de vista
de Internet, pertenecerían a estas élites los millones de cibernautas
que contribuyen a construir los contenidos de la red. Y en ese caso, se
produce quizá la mayor ironía de la sociedad de la información: la
élite de la nueva era nace negando su propia definición, pues resulta
que lo selecto y exclusivo en ella es compartido y desarrollado por
millones de personas. Una élite tan superpoblada es un reto
insoportable para el núcleo duro que gobierna el mundo real. |