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La torre de Babel inteligible

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
08/1/1996
Fuente de la información: Revista en.red.ando
Temáticas:  Cibercultura  Internet 
Editorial número 1

Toda medalla tiene su reverso

Internet es la consagración final del inglés como idioma de intercambio entre todas las lenguas del mundo. Esta es una de esas rotundas afirmaciones que suelen blandir quienes filosofan sobre Internet sin haberse aventurado todavía por sus meandros y caminos. En realidad, es una declaración de lo obvio. La Red nació y creció en el ámbito académico y militar de EEUU. A su amparo —y gracias, entre otras cosas, a una política de precios de las compañías telefónicas estadounidenses de las que ponen los dedos largos a cualquier europeo— brotaron como setas las BBS que trenzaron comunidades virtuales por doquier. Cuando Internet dió el gran salto de la mano de la WWW, la cultura anglosajona no es que fuera predominante, es que era la única que acarreaba un denso pasado telemático.

Sin embargo, un año de vida intensa y agitada en el gran lecho del "on line melting-pot" ha bastado para procrear vástagos de todos los colores y sabores que comienzan a poner en cuestión esta primacía absoluta del inglés. Los puntos de información en otros idiomas está experimentando un crecimiento paralelo a la formidable expansión de la propia red en 1995. Los recursos informativos en alemán, castellano, italiano, finlandés, catalán, ruso, japonés o francés, abundan en una espiral irrefrenable. Todo apunta a que estamos vislumbrando el inicio de una fertilización cruzada gracias a la contribución seminal de la jovencísima población internauta. Sólo Internet podría haber puesto el huevo original para que ésta se produjera.

Por una parte, y como es natural, la existencia y amplitud de la Red ha abierto el apetito a todo tipo de colectivo humano. Por la otra, como era de esperar, la gente no ha aguardado a pulir su inglés para lanzarse a la piscina electrónica. Las webs en versión original proliferan y, a la vez, actúan como espoleta cultural: disparan la curiosidad de quienes navegan y se encuentran de repente con partes indescifrables del mapa electrónico, zonas que prometen tesoros y un mundo de posibilidades, pero clausuradas en un idioma ajeno. "No puede ser, ese no es el espíritu de Internet, estamos aquí para entendernos", parecen haberse dicho los miles de internautas que viajan por la Red en el "modo solución".


Y ya han comenzado a aparecer los diccionarios que traducen entre varios idiomas con la velocidad y la sencillez de un corrector ortográfico. Es el inicio. Cuando esta herramienta madure y cuaje como un elemento más del paginador de Internet del futuro (es decir, dentro de unos días), otra revolución estará servida: cada cual podrá escribir y expresarse en su propio idioma sin necesidad de acudir al inglés como el mínimo común denominador de la comunicación. Esa no será la barrera que impida a cualquiera llegar a los confines de la cultura —cualquiera sea la lengua que la exprese— y abrirla en canal para comprender las claves de su mensaje. El inglés será palabra de intercambio, pero no de cambio.

Todo apunta, pues, a que Internet facilitará precisamente lo contrario de lo que opinan los agoreros de la uniformidad lingüística. Para quien lo quiera ver, es evidente que hay dos poderosos motores que alimentan la velocidad interna de la red: por una parte, la tremenda curiosidad de sus habitantes y, por la otra, un espíritu superador de obstáculos y solventador de barreras a prueba de decepciones. Este es un poderoso cóctel, viejo en sus ingredientes, pero prácticamente abandonado en el quehacer rutinario del ser humano en el mundo real. Internet se ha convertido en una especie de príncipe virtual que ha despertado a esta durmiente doncella y ahora nadie sabe hasta donde nos puede llevar. Por lo pronto, en el ámbito lingüístico, la puerta principal de la cultura humana, está colocando la simiente de una Babel inimaginable desde cualquier tratado de antropología, ya no digamos de política. Mientras el mundo real se debate en el corsé de una jerarquización cultural que impone crueles peajes a sus súbditos, en Internet se echan los pilares de un edificio de dimensiones bíblicas, pero cuyo contenido se negocia abiertamente entre todos sus pobladores a partir de sus propias peculiaridades. Es la única forma, por otra parte, de que allí convivan, como se predice, más de 800 millones de almas para el final de este siglo.

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