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La fiesta de los autistas

Autor: Luis Ángel Fernández Hermana
12/2/2002
Fuente de la información: Revista en.red.ando
Temáticas:  Comunidades virtuales  Ciencia 
Editorial número 306

Por más que el bien se dilate, como se alcance, no es tarde

Uno de los paradigmas más curiosos de Internet es que la literatura sobre la actividad en el entorno virtual está repleta de conceptos colectivos. Inteligencia distribuida, trabajo en colaboración, aprendizaje interactivo, etc., son conceptos que apelan a grupos de personas que comparten juntas información y conocimiento en un espacio común. Sin embargo, sabemos que esto no es estrictamente así. La experiencia de la Red es eminentemente individual a pesar de ese entorno colectivo que, desde el punto de vista de "los otros", tampoco pierde ese rasgo distintivo de uno que entra al espacio virtual para encontrarse con "todos los demás". Esta relación tan peculiar, que como comienzan a apuntar las primeras investigaciones al respecto tiene profundas implicaciones desde el punto de vista de cómo nuestro cerebro adapta sus capacidades al espacio virtual, está a punto de iniciar un cambio espectacular.

El acceso estrictamente individual al ciberespacio para movernos en un entorno colectivo de información y conocimiento ha sido, desde el comienzo de la Red, uno de los rasgos característicos de la "flecha del tiempo virtual". Es cierto que, en los últimos años, sobre todo desde la aparición de la Web, las aristas más agudas de este rasgo parecen haberse atenuado gracias a la propia evolución de la plataforma tecnológica de Internet y a los esfuerzos para tratar de limar sus asperezas más evidentes. Pero todavía seguimos anclados en esta especie de autismo insalvable: cada uno se sumerge en ese espacio indescriptible creado por los ordenadores interconectados donde, como en un acto de magia, van apareciendo los otros, uno a uno, aunque estén congregados en un foro o en cualquier otro ámbito colectivo del ciberespacio.

Las cosas eran desde luego bastante más áridas al comienzo de la Red. Tan sólo había texto, todo escrito en el mismo tipo de letra (premonitoriamente denominado "modo terminal"), en blanco y negro (o el color fósforo de la pantalla) y un silencio absoluto. Era como entrar en una habitación oscura donde nadie te hablaba y no tenías a nadie con quien hablar. Tan sólo poseías algunos códigos (literalmente cadenas de comandos) para acceder a una serie de preguntas que había que responder sin equivocarse so pena de regresar al limbo del principio. La informática no perdonaba. El autismo era completo. Años después de este duro aprendizaje (sobre todo para gente como yo, educada en las letras y cultivadora de una respetuosa distancia respecto los números), siempre dije que habría pagado mucho dinero por haber tenido a alguien que me hubiera enseñado lo que yo estaba explicando en un curso o una conferencia: por fin, el autista encontraba a su audiencia.

Lo curioso es que el autista venía de una fiesta... de autistas. Allí, en el silencio del ciberespacio, la experiencia individual efectivamente ocurría en el medio de un jaleo enorme. Ya fuera el correo-e, un foro o el chat, aparecía gente por doquier, y no paraba de hablar. Pero la distancia no se acortaba por las aglomeraciones, al contrario, acentuaban el aislamiento del autista de fondo. En los chat, por ejemplo, había habitaciones a las que uno podía invitar a una charla "privada" a una o varias personas que no eran más que un nombre (un algoritmo), con quienes departías mientras, a lo mejor, cualquiera de ellas estaba rodeada de tres hijos, dos televisores a pleno funcionamiento y alguien despotricando porque seguía pegada al ordenador. Pero nada de eso trascendía. El grupo del chat se deshilachaba por "detrás" de cada uno de los individuos que lo integraba. Todo muy raro.

La llegada de la Internet a colores, móvil, repleta de sonidos e imágenes, no modificó sustancialmente estas premisas de la comunicación virtual: el individuo sigue entrando sólo al ciberespacio y nada ni nadie le salva de ese ejercicio de reconocimiento expectante del lugar donde está, por más que se sienta como en casa cuando abre "su" lector de correo o accede a "sus" foros o páginas favoritas. Esa experiencia sigue siendo única y, además, irrepetible, porque cuando apaga el ordenador, el entorno real lo arropa con símbolos, referencias y personas de una "cualidad" muy diferente. No sólo es la tangibilidad de lo físico, sino también de lo grupal o colectivo que disuelve los bordes de lo individual como no sucede en el espacio virtual. Ni en ningún otro.

Ahora bien: ¿es éste un rasgo inalterable del ciberespacio? Eso es lo que imaginaron algunos analistas de pro, varios de los cual tuvieron incluso la audacia de avanzar predicciones sobre el futuro de la Red (y de la especie) basándose en un individualismo pernicioso consustancial a Internet (confundiendo el tocino con la velocidad, el tipo de acceso al espacio virtual con la actividad que allí se desarrolla). Muchos pedagogos han señalado a dicho rasgo como uno de los principales obstáculos para los procesos de aprendizaje online, pues la ficción del grupo en un entorno electrónico no logra quebrar los factores condicionantes de cada individuo, exento de corporalidad y de impresiones sensoriales fundamentales. El cerebro, efectivamente, tiene que superar un elevado grado de autismo aunque no pertenezca a un autista. Al dueño de ese cerebro, por expresarlo en palabras de un terapeuta que tuviera que enfrentarse a un caso como éste, "no hay nadie que lo abrace para empezar a devolverlo a la realidad".

De manera explícita o implícita, conseguir algo así es uno de los objetivos de las investigaciones más avanzadas que se están haciendo en la Red: crear espacios virtuales donde podamos actuar en grupos, donde la comunicación sea directamente entre grupos de personas. Dicho de otra manera, comenzar a pavimentar Internet, a urbanizarla. Esto significa cambiar de herramientas, abandonar el hacha y la cueva para edificar el poblado con una geometría muy diferente: no tener que depender de cacharros de sobremesa (o sobre el regazo, o sobre la palma de la mano), todos ellos enfocados hacia la comunicación individual, sino adentrarnos en espacios electrónicos donde se favorezca la comunicación colectiva, donde los grupos puedan interactuar, colaborar en sesiones de trabajo o estudio, celebrar seminarios o capacitarse. Espacios electrónicos persistentes, constituidos por sistemas proactivos -y reactivos- donde los usuarios pueden pensar y estar, ahora sí, como parte de una inteligencia colectiva tangible. Los primeros entornos de estas características, como el Access Grid del Laboratorio Nacional Argonne de EEUU, requieren una elevada densidad tecnológica de audio, vídeo y herramientas multimedia para reunir a grupos de hasta 20 personas. Es el comienzo de una nueva, y radical, transformación de la Internet que hemos conocido hasta ahora.

En estos espacios virtuales, el cerebro comenzaría a recuperar una serie de referencias familiares que le permitiría desplegar sus facultades de una manera "más natural". Pero esa es tan sólo la ficción a la que nos gustaría acceder. En realidad, estos nuevos espacios electrónicos, "muy" semejantes al mundo que conocemos, pero donde podremos experimentar formas de colaboración en ambientes virtuales distribuidos, inimaginables e irrealizables en el ámbito presencial, plantearán la necesidad de desarrollar formas de percepción y potencias mentales que nunca hemos necesitado y ni siquiera sabemos si las tenemos. Aunque nos las imaginemos. Lo cual nos remite al misterioso y sempiterno bucle de la filosofía y de la gimnasia virtual por antonomasia: el cerebro que piensa el cerebro que piensa el cerebro que piensa.... Y allí, en alguna parte de este entramado, debe encontrarse el hilo de esa madeja que llamamos Sociedad del Conocimiento.


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