Editorial número 14
La cruz en los pechos y el diablo en los hechos
Cada entrevista con Nicholas Negroponte incluye la pregunta obligatoria: "¿El auge de la información y la comunicación electrónica harán desaparecer a los periódicos en soporte de papel?". La respuesta del gurú del MIT es siempre categórica: "Sí. Accederemos a la información digital a través de nuevos dispositivos tecnológicos, ni remotamente parecidos al ordenador que hoy conocemos. Pero, los medios de comunicación de papel que conocemos llevan camino de convertirse en historia". El papel, carne de museo. Predicciones de este tipo, que uno se las encuentra por doquier, dejan perplejos a los lectores de periódicos, inquietos a los responsables de los medios de comunicación en soporte de papel y expectantes a los internautas, que verifican cada día cómo ya comienzan a hormiguear por la punta de sus dedos los pálpitos de lo que podríamos llamar, con perdón, "el parto negropontiano". ¿Ocurrirá? ¿Quedará el papel como la envoltura nostálgica de una nueva criatura mediática? Si nace ¿cómo será el engendro? Si no nace ¿en qué laberinto de pasiones se habrá consumado el aborto? La mejor respuesta a estas preguntas suele ser la del filósofo gallego: es demasiado pronto para saber de qué estamos hablando. Lo cual no quita que todos hablemos de ello.
Por lo pronto, ya hay dos campos claramente diferenciados: los pro-papel y los anti-papel. O, dicho en términos más políticos, los continuistas y los renovadores (me parece excesivo traer a colación etiquetas más radicales sobre todo para no perturbar ciertas memorias históricas muy sensibilizadas últimamente, como sería recurrir a la dicotomía entre conservadores y revolucionarios, "ancient regime" y proletariado digital, aristocracia forestal y hambrientos de bits, etc.). En el primer campo, el pro-papel, comienza a cristalizar una especie de fervorosa fe en las propiedades y cualidades del soporte extraído de los bosques ante la evidencia de que, efectivamente, el asedio digital comienza a ser preocupante. Y la fe no es precisamente la mejor lente para examinar los acontecimientos. Bajo su amparo, uno se encuentra con milagros y otros hechos dignos de santos, pero pocas cosas más que un mortal cualquiera pueda reproducir sin que le electrocute el aura. El primer mandamiento del acto de fe sobre el papel establece que la aparición de nuevos medios de comunicación no supone el reemplazo mecánico o la desaparición de los existentes. Todo lo contrario, tras el terremoto inicial causado por su irrupción en el escenario social, se produce un acomodamiento mutuo que evoluciona hacia una coexistencia entre ellos, aunque no siempre sea muy pacífica. Para ilustrar este proceso, se echa mano de la radio y la televisión. Ni se tumbaron mutuamente, ni convirtieron a los medios escritos en un vago recuerdo de mediados de siglo. Lo que este argumento deja pasar por alto —lo que sí se ha convertido en un vago recuerdo de mediados de siglo— es lo que podríamos llamar "la intrahistoria", es decir, la forma puntual como se produjo la simbiosis entre diferentes medios. Es cierto que la televisión no aniquiló a la radio ni a los medios escritos. Pero sí aniquiló al tipo de empresa que en aquel entonces producía información a través de las ondas o el papel. La televisión obligó a crear un tipo de organización industrial capaz de absorber la evolución tecnológica que planteaba el nuevo medio y, al mismo tiempo, de desarrollar la oferta de contenidos dirigida hacia una nueva audiencia. En este proceso, las organizaciones dedicadas al negocio de la información —independientemente del soporte en que lo hicieran— también tuvieron que reestructurarse a fondo. Muchas, simplemente no pudieron cumplir con los objetivos que la época exigía y se quedaron por el camino. Otras, subsistieron con penuria. Y las más capaces y poderosas emergieron como los accidentes geográficos más prominentes —y dominantes— del nuevo paisaje de la comunicación. Es cierto, en aquel embate, el papel no sucumbió. Pero muchas de las empresas dedicadas a la información en papel, sí. Para siempre. Y esa es la cuestión fundamental hoy.
Mucho antes de que aparezca la nueva criatura vaticinada por Negroponte, los sistemas de distribución de información y comunicación a través de ordenadores de una manera interactiva ya han puesto en tensión a las empresas de comunicación. Para ellas, individualmente, la cuestión no estriba sólo en saber cómo se resuelve el actual combate entre el papel y el bit, si el primero subsiste por sus propio méritos, si consigue adaptarse al segundo para coexistir con él o, directamente, si se convierte en parte de las nostálgicas historias de abuelitos. Para las empresas de comunicación la cuestión central reside en saber qué papel van a jugar ellas en cualquiera de estos posibles escenarios, cómo deberán organizarse para afrontarlos y cuál será el tipo de estructura y de funciones que garantizarán el tránsito del actual modelo de comunicación al nuevo que se está gestando en las redes.
En este tipo de proceso no hay derechos adquiridos ni tradiciones insoslayables. Nadie tiene un puesto asegurado en la Historia por el simple hecho de haber entrado alguna vez en ella por cualquiera de sus puertas. Puede salir otra vez con extraordinaria facilidad sin que a nadie se le caiga las cejas. Por eso existe la Historia, porque mucha gente entra y sale de ella constantemente. De lo contrario, ni hablaríamos de este tema, ni yo lo escribiría en un ordenador (ni habría papiros, porque eso ya significó una revolución de padre y señor mío). Lo único que podemos afirmar con una cierta seguridad es que lo que proseguirá será el proceso de la distribución de información y comunicación adecuado a las exigencias cambiantes de la sociedad.
Si no lo hacen los que siempre lo han hecho, ya lo harán otros. Y, de hecho, eso es lo que ya está sucediendo en Internet. Cualquiera con un par de ojos bien abiertos y un poco de tiempo para navegar puede comprobar cómo, en apenas unos meses, han surgido de la nada nuevas empresas de comunicación que a una velocidad insólita han conseguido consolidar una cabecera y un prestigio. Eso, en el mundo de los átomos, suele costar muchísimos años, muchísimos millones y, sobre todo, muchísimos dolores de cabeza. Y la fe no es la mejor aspirina en estos casos.
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